En una taberna maloliente de los barrios bajos del Munich de la primera
posguerra un cabo desmovilizado del ejército imperial austriaco
–fracasado como pintor y retratista- trataba de ganarse la vida
apostando con los borrachos del local a que no lograban acertarle sus
escupitajos desde una distancia de tres metros. Si los esquivaba,
ganaba; cuando no, debía pagar. Entre una y otra tentativa vociferaba
tremendos insultos antisemitas, maldecía a bolcheviques y espartaquistas
y prometía erradicar de la faz de la tierra a gitanos, homosexuales y
judíos. Todo en medio de la gritería descontrolada de la clientela allí
reunida, pasada de alcohol, y que repetía con sorna sus dichos mientras
le arrojaban los restos de cerveza de sus copas y le tiraban monedas
entre insultos y carcajadas. Años después, Adolfo Hitler, pues de él
estábamos hablando, se convertiría, con esas mismas arengas, en el líder
“del pueblo más culto de Europa”, según más de una vez lo asegurara
Friedrich Engels. Quien en esos momentos -años 1920, 21, 23- era motivo
del cruel sarcasmo entre los parroquianos de la taberna resucitaría como
una especie de semidiós para las grandes masas de su país y la
encarnación misma del espíritu nacional alemán.
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