Estados Unidos y Arabia Saudí llevan siendo amigos desde 1945, cuando el
presidente Franklin D. Roosevelt se reunió con el rey fundador de
Arabia Saudí, Abdulaziz, a bordo del USS Quincy en el Canal de
Suez para cerrar el acuerdo del siglo: Washington proporcionaría la
seguridad y Riad el petróleo. Su alianza se ha mantenido durante más de
siete décadas, incluso después del 11 de septiembre, cuando 15 de los 19
secuestradores que derribaron las Torres Gemelas resultaron ser
ciudadanos saudíes. Pero ahora, de manera extraña y tardía, un número
creciente de políticos y expertos estadounidenses parece haberse vuelto
en contra del Reino y su beligerante joven príncipe heredero, Muhammad
bin Salman, desde la desaparición y presunto asesinato del periodista
saudí y colaborador del Washington Post, Jamal Khashoggi, en el consulado saudí en Turquía el pasado 2 de octubre. Sin embargo, muchos de los integrantes de los think tanks
y expertos de Washington, por no citar a los principales miembros de la
administración de Trump, se muestran reacios a hablar en contra de
Arabia Saudí y se han estado dedicando a difamar a Jamal Khashoggi. Gran
parte de todo este asunto tiene que ver con los intereses financieros
de Donald Trump en Arabia Saudí, así como con el hecho de que Donald
Trump y el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu están obsesionados
con Irán y están empeñados en perseguir a Irán, y el Reino de Arabia
Saudí es su aliado clave en ese empeño agresivo.
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