Resulta chocante que, en pleno siglo XXI, la Jefatura del Estado y la Jefatura del Ejército de un país puedan permanecer sine die
en manos de una determinada familia, y que dicha familia pueda
transmitir esos cargos a sus miembros, sean éstos varones o hembras
(como sucederá pronto en España), inteligentes o cortos de entendederas,
austeros o manirrotos, dechados de virtudes o alegres libertinos. Al
parecer, ninguno de esos atributos tienen mayor importancia si recaen en
los individuos de la familia designada para disfrutar hasta la
eternidad las prebendas que sus funciones les otorgan, lo cual tampoco
puede parecer raro del todo en un país, España, en el que todos sus
ciudadanos son constitucionalmente iguales ante la ley menos uno.
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