Cuando un fenómeno se repite de forma regular, es más necesario atender a
los efectos de su repetición que a las causas locales de una de sus
manifestaciones concretas. El doble atentado del martes en Bruselas obliga, claro, a hacerse numerosas preguntas de orden policial. Obliga a
cuestionarse la coordinación entre la policía y los servicios secretos
en Bélgica y en la UE en general, a preguntarse si estamos o no ante una
respuesta a la detención de Salah Abdesalam, a reflexionar sobre el
gran número de belgas musulmanes que se han sumado como voluntarios a la
yihad en Siria y en Iraq y a tomar en consideración el valor simbólico
de Bruselas como capital de las instituciones de la Unión Europea. Este
es un trabajo que compete a servicios de seguridad y expertos en
terrorismo, así como a los investigadores serios en yihadismo
-sociólogos y arabistas-, a los que, por cierto, nuestras autoridades
deberían consultar más a menudo si realmente están interesados en
comprender una amenaza que ya no se puede negar. Pero, más allá de los
detalles de cada atentado, relativos a los objetivos y los
procedimientos, lo más relevante es la repetición misma: ése es el
objetivo del ISIS, y en eso prolonga, supera y consuma la táctica
iniciada por al Qaeda a finales de los años 90. De lo que se trata es de
estar siempre presente, de incorporar el miedo a la vida cotidiana, de
combinar la territorialidad de las conquistas (Siria, Iraq, Libia,
también Nigeria) con la globalidad de la amenaza, sin olvidar esta
relación viva y contradictoriamente retroalimenticia entre el territorio
y las periferias. Europa es una de las periferias privilegiadas del
Estado Islámico, y eso la convierte al mismo tiempo en una fuente de
reclutamiento y en uno de los marcos de lucha donde es más fácil
introducir efectos tanto simbólicos como políticos.
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