¿De qué forma se alinea el principal candidato republicano a la
presidencia de EEUU, Donald Trump, con Abu Bakr al-Baghadi, el hombre al
timón del autoproclamado Estado Islámico –EI-?
Para mucha
gente supone un anatema colocar los dos nombres en el mismo titular. Y
establecer cualquier asociación entre ellos, una abominación.
Después de todo, ¿cómo podría nadie en su sano juicio atreverse a
comparar al bien afeitado hombre blanco de negocios, y principal
candidato al puesto más importante en la democracia liberal más antigua,
con el barbudo predicador fundamentalista, exrecluso y jefe del grupo
terrorista más infame del mundo, el EI?
Definiendo el extremismo
Extremismo es una palabra compleja. En la jerga geopolítica moderna se ha utilizado siempre de forma poco objetiva.
Otorgar etiquetas de “extremista” o “moderado” a individuos,
movimientos, dirigentes y régimen ha obedecido por lo general a
cuestiones ideológicas y por lo tanto estériles. Sin embargo, ha
resultado ser un útil constructo imperial.
Se suele describir
como “moderados” a los aliados de las potencias mundiales, mientras que
sus oponentes políticos son clasificados como “extremistas” o
“terroristas”.
En este sentido, el extremismo depende
–principalmente aunque no de forma exclusiva- de los actores y no de sus
acciones. Por ejemplo, si eres aliado de EEUU, eres por definición
moderado, porque se ha asumido que EEUU representa la moderación.
En tal contexto, es irrelevante que un grupo o un régimen emprendan
guerras, perpetren actos terroristas y ocupen a otros pueblos, o que
sean religiosamente intolerantes y totalitarios. Por el contrario, se
definen como moderados según su orientación política. Incluso después de
que EEUU invadiera y ocupara Iraq con falsos pretextos, continuó
tildando a los iraquíes de moderados y extremistas dependiendo de si
apoyaban o no sus iniciativas y objetivos.
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