Quienes desde hace meses intentan llegar a Europa a la desesperada huyendo de guerras y hambre llaman al Mediterráneo “el paraíso”,
por la cantidad de gente que muere intentando atravesarlo y porque,
cuando lo atraviesas, piensas que estás en el infierno y que lo único
que te queda es llegar al paraíso.
La falta de voluntad política por aportar soluciones al drama
migratorio se muestra con especial crueldad en el Mediterráneo,
especialmente en la ruta que separa la costa turca de las islas griegas.
La que supuestamente es la zona más vigilada del mundo en estos
momentos se ha cobrado 418 muertes en lo que llevamos de año. ¿Tanta
vigilancia y ningún faro que ilumine, ninguna mano que rescate? Pero
lejos de los focos de las costas, la tragedia no se atenúa.
Pero estas muertes no son fortuitas, sino el producto del racismo de
unas políticas que alimentan a las mafias que trafican con personas en
vez de habilitar un paso humanitario y seguro para aquellos y aquellas
que huyen del terror.
Diariamente familias enteras se agolpan en el embudo humano en que se
ha convertido Idomine, en la frontera entre Grecia y Macedonia. Como
consecuencia del cierre escalonado de la conocida como “ruta de los Balcanes occidentales”,
el norte de Grecia es hoy un inmenso e improvisado campamento de
refugiados. En la otra punta del continente, Calais alberga el mayor
campo de refugiados de toda Francia, conocido como La Selva, desde donde
escribo estas líneas. Hace una semana que los antidisturbios franceses
derriban precarias instalaciones y viviendas improvisadas, desalojando
así a unos 6.000 migrantes sin ofrecerles alternativa de realojo alguna.
La mayoría de ellos se han desplazado a un improvisado campamento a las
afueras de la ciudad de Dunkerque, vecina de Calais, lo que ha motivado
el cierre de la frontera belga por temor a que terminen llegando a su
territorio.
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