He estado filmando en las islas Marshall, que están en medio del
océano Pacífico, al norte de Australia. Cada vez que le digo a alguien
dónde he estado me preguntan “¿Dónde es eso?”. Si doy una clave diciendo
“Bikini”, dicen “Ah, el traje de baño”.
Pocas personas parecen
estar enteradas de que el bañador llamado bikini tiene ese nombre para
celebrar las explosiones nucleares que destruyeron el atolón de Bikini.
Entre 1946 y 1958, Estados Unidos hizo estallar 66 artefactos nucleares
–el equivalente a 1,6 bombas de Hiroshima cada día durante 12 años– en
las islas Marshall.
Hoy día Bikini está en silencio, transformado
y contaminado. Las palmeras crecen formando una extraña cuadrícula.
Nada que se mueva, No hay pájaros. Las lápidas del viejo cementerio son
focos vivos de radiación. El contador Geiger aplicado a mis zapatos
marcaba “peligro”.
De pie en la playa veía caer el agua verde
esmeralda del Pacífico por la pendiente de un enorme agujero negro. Se
trata del cráter dejado por la bomba de hidrógeno a la que llamaron
“Bravo”. La explosión envenenó a las personas y el medio ambiente en
cientos de kilómetros, posiblemente para siempre.
En el viaje de regreso, hice escala en el aeropuerto de Honolulu; en el puesto de la prensa, vi la revista estadounidense Women’s Health
(La salud de la mujer). En la portada, una sonriente mujer en bikini y
el titular: “Tú también puedes tener un cuerpo bikini”. Unos días antes,
en las Marshall, yo había entrevistado a mujeres que tenían muy
diferente “cuerpo bikini”. Todas ellas habían sufrido cáncer de tiroides
y otros cánceres posiblemente mortales.
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