El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha adoptado un
nacionalismo tóxico y mesiánico desde el que humilla con vehemencia a
los que se le oponen tildándolos de enemigos corruptos y deshonestos. Su
cantinela de “America First” está creando una grave tensión
internacional, promueve el extremismo dentro y fuera de Estados Unidos, y
socava la seguridad de la patria que tan insistentemente se ha
comprometido a mejorar.
Trump parece decidido a poner en marcha
políticas y prácticas que señalan el debilitamiento de la democracia y
que posiblemente anuncian el inicio del fascismo. Su programa para
deportar inmigrantes indocumentados y excluir a todos los visitantes de seis países designados como musulmanes es ilustrativo de una perspectiva regresiva e islamófoba.
La corriente global de disidencia popular es elocuente desde Rumania a
Corea del Sur, de Gambia a Brasil, de Reino Unido a Ucrania. Trump está
explotando peligrosamente la profunda y extendida frustración que
sienten los ciudadanos respecto al establishment político. El
cordón umbilical que conecta a los gobernantes con los gobernados se
está tensando peligrosamente. La revolución digital dota a los gobiernos
de un pavoroso potencial de opresión y control pero también está
mejorando la capacidad de los ciudadanos para organizar sus resistencias
y movilizar a las fuerzas de oposición.
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