El ataque trapero lanzado en contra de Siria por Donald Trump y sus 
criados británicos y franceses ratifica por enésima vez el acelerado 
proceso de putrefacción moral del imperio norteamericano, comandado 
ahora por un Calígula redivivo. Los cronistas de la época y los 
historiadores caracterizaron al emperador romano como un sujeto 
despreciable: cruel, extravagante y propenso a dar rienda suelta a sus 
perversas fantasías sexuales. En pocas palabras, un personaje 
desequilibrado, caprichoso y para quien el derecho y la ley eran 
intolerables obstáculos a sus más profundos deseos. En su libro el 
historiador Suetonio cuenta que Calígula quiso nombrar a su caballo 
favorito, Incitato, como cónsul para demostrar con ello lo ilimitado de 
sus poderes y el absoluto desprecio que sentía por las instituciones 
públicas de la Roma imperial. No muy diferente es el perfil psicológico 
del Calígula que habita en Washington. Al menos eso es lo que en vano 
advirtió la carta que al inicio de su mandato enviara un grupo de la 
Sociedad Americana de Psiquiatría al Congreso de la Unión denunciando el
 extremo peligro que representaba que un sujeto tan enfermo como Trump 
tuviera a su alcance el botón nuclear que podría, en cuestión de horas, 
poner fin a todo rastro de vida en el planeta Tierra. 
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