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sábado, 9 de janeiro de 2016

Arabia Saudí, huida hacia delante con decapitaciones

Mientras la Unión Europea y EE.UU. sesteaban tras los festejos navideños, el 2 de enero Arabia Saudí ejecutó a 47 presos acusados de “terrorismo”. Estaban distribuidos en 12 prisiones: en ocho fueron decapitados, en 4 fusilados (ante la falta de verdugos diestros en el manejo de la espada, una ley de 2013 permite el uso del fusil). Es lo que difundió la agencia oficial de noticias, como para acallar las voces que desde primeras horas de la mañana se preguntaban si, según la costumbre, los reos habrían sido decapitados de un sablazo en la plaza pública. Hace dos meses la cámara de un turista captó una de esas ejecuciones, que la legislación saudí prohíbe grabar al tiempo que considera aleccionadoras, y se hizo viral. En esta ocasión parece haberse buscado cierta nocturnidad, quizá por temor a la reacción popular ante el novedoso perfil de los ajusticiados: todos eran saudíes excepto un egipcio y un chadiano, cuando la proporción venía siendo de ocho extranjeros por cada saudí ejecutado (por completar la macabra danza de los números saudíes: en 2014 fueron ejecutados 87 presos; en 2015, con el nuevo rey Salmán, 153).
 
Treinta y cinco años de deriva internacionalista wahabí
 
Hay que remontarse a 1980 para encontrar un antecedente de ejecución masiva, cuando tras la toma de la Gran Mezquita de La Meca por un grupo revolucionario wahabí se ejecutó a 63 de los asaltantes. Aquel suceso fue el mayor desafío a la Casa de Saúd en toda su historia. Y no venía del exterior, por más que la Revolución Islámica iraní insuflase ánimos a todos los islamistas del momento, sino que fueron jóvenes neowahabíes, crecidos en la abundancia del reino petrolero, los que cuestionaron la legitimidad islámica del régimen. La monarquía saudí, lejos de reconsiderar su ideal mesiánico, abundó en su incipiente liderazgo de una insurgencia sunní en medio mundo. Con frecuencia su acción fue indirecta, mediante la financiación de centros educativos y asistenciales, como las madrasas, que llenaban el hueco dejado por los Estados en descomposición en Asia Central, África y el Mediterráneo. Pero al mismo tiempo se fue consolidando una intervención abiertamente armada mediante peones interpuestos. Fruto de ello fueron los muyahidines afganos, luego la fundación de al-Qaeda y después todo el conglomerado yihadista cuyos tentáculos hoy se llaman ISIS, Boko Haram o Frente al-Nusra, por mencionar a los más mediáticos. La connivencia estadounidense, que conocía y potenciaba la financiación saudí de este entramado, responsable del 11 S, llegó a escandalizar a la propia Hillary Clinton, pero el asunto no pasó de un intercambio de recriminaciones entre agencias estadounidenses al comienzo del primer mandato de Obama.

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