Mientras la Unión Europea y EE.UU. sesteaban tras los festejos
navideños, el 2 de enero Arabia Saudí ejecutó a 47 presos acusados de
“terrorismo”. Estaban distribuidos en 12 prisiones: en ocho fueron
decapitados, en 4 fusilados (ante la falta de verdugos diestros en el
manejo de la espada, una ley de 2013 permite el uso del fusil). Es lo
que difundió la agencia oficial de noticias,
como para acallar las voces que desde primeras horas de la mañana se
preguntaban si, según la costumbre, los reos habrían sido decapitados de
un sablazo en la plaza pública. Hace dos meses la cámara de un turista captó una de esas ejecuciones,
que la legislación saudí prohíbe grabar al tiempo que considera
aleccionadoras, y se hizo viral. En esta ocasión parece haberse buscado
cierta nocturnidad, quizá por temor a la reacción popular ante el
novedoso perfil de los ajusticiados: todos eran saudíes excepto un
egipcio y un chadiano, cuando la proporción venía siendo de ocho
extranjeros por cada saudí ejecutado (por completar la macabra danza de
los números saudíes: en 2014 fueron ejecutados 87 presos; en 2015, con
el nuevo rey Salmán, 153).
Treinta y cinco años de deriva internacionalista wahabí
Hay
que remontarse a 1980 para encontrar un antecedente de ejecución
masiva, cuando tras la toma de la Gran Mezquita de La Meca por un grupo
revolucionario wahabí se ejecutó a 63 de los asaltantes. Aquel suceso
fue el mayor desafío a la Casa de Saúd en toda su historia. Y no venía
del exterior, por más que la Revolución Islámica iraní insuflase ánimos a
todos los islamistas del momento, sino que fueron jóvenes neowahabíes,
crecidos en la abundancia del reino petrolero, los que cuestionaron la
legitimidad islámica del régimen. La monarquía saudí, lejos de
reconsiderar su ideal mesiánico, abundó en su incipiente liderazgo de
una insurgencia sunní en medio mundo. Con frecuencia su acción fue
indirecta, mediante la financiación de centros educativos y
asistenciales, como las madrasas, que llenaban el hueco dejado por los
Estados en descomposición en Asia Central, África y el Mediterráneo.
Pero al mismo tiempo se fue consolidando una intervención abiertamente
armada mediante peones interpuestos. Fruto de ello fueron los
muyahidines afganos, luego la fundación de al-Qaeda y después todo el
conglomerado yihadista cuyos tentáculos hoy se llaman ISIS, Boko Haram o
Frente al-Nusra, por mencionar a los más mediáticos. La connivencia
estadounidense, que conocía y potenciaba la financiación saudí de este
entramado, responsable del 11 S, llegó a escandalizar a la propia Hillary Clinton,
pero el asunto no pasó de un intercambio de recriminaciones entre
agencias estadounidenses al comienzo del primer mandato de Obama.
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