Si algo se puede afirmar con alguna certeza acerca de las 
dificultades que están pasando las fuerzas progresistas en América Latina, es que esos problemas se asientan en el hecho de que sus 
gobiernos no enfrentaron ni la cuestión de la Constitución ni la de la 
hegemonía. En el caso de Brasil, este hecho es particularmente 
dramático. Y explica en parte que los enormes avances sociales de los 
gobiernos de la época de Lula sean ahora tan fácilmente reducidos a 
meros expedientes populistas y oportunistas, incluso por parte de sus 
beneficiarios. Explica también que los muchos errores cometidos (para 
comenzar, haber desistido de la reforma política y de la regulación de 
los medios de comunicación, algunos de los cuales dejan heridas abiertas
 en grupos sociales importantes, tan diversos como los campesinos sin 
tierra ni reforma agraria, los jóvenes negros víctimas de racismo, los 
pueblos indígenas ilegalmente expulsados de sus territorios ancestrales,
 pueblos indígenas y quilombolas con reservas homologadas pero 
engavetadas, militarización de las periferias de las grandes ciudades, 
poblaciones rurales envenenadas por agrotóxicos, etcétera) no sean 
considerados errores, sino que sean omitidos y hasta convertidos en 
virtudes políticas o, al menos, sean aceptados como consecuencias 
inevitables de un gobierno realista y desarrollista.
Las tareas 
incumplidas de la Constitución y de la hegemonía explican también que la
 condena de la tentación capitalista por gobiernos de izquierda se 
centre en la corrupción y, por tanto, en la inmoralidad e ilegalidad del
 capitalismo, no en la injusticia sistemática de un sistema de 
dominación que se puede realizar en perfecto cumplimiento de la 
legalidad y la moralidad capitalistas.
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