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terça-feira, 5 de janeiro de 2016

Israel siempre ha sido xenófobo, sólo solía ser mejor en ocultarlo

Así estábamos los hijos de los nacionalistas, cerrados, bastante ignorantes, simplemente no lo sabíamos y eso ocurría mucho antes de que Naftali Bennett fuera ministro de Educación. Así era en aquellos hermosos años, cuando los ministros de Educación eran de la izquierda, los años de la añoranza.
El lavado de cerebro, la censura y el adoctrinamiento eran mucho peores que hoy, sólo que la oposición a eso era mucho menor. Pensábamos que todo estaba bien con nuestro sistema de educación. Los viernes teníamos que usar azul y blanco, los colores nacionales; aportábamos al Fondo Nacional Judío (Keren Kayemet Leisrael) para que plantase bosques para cubrir las ruinas de las aldeas árabes que no querían que viéramos.
En un momento en el que aún no había nacido la autora Dorit Rabinyan nunca habíamos conocido a un árabe. Vivían bajo el régimen militar y no se les permitía acercarse a nosotros sin autorización. Una historia de amor entre judíos y árabes solo podría ser considerada ciencia ficción, algo que pasaría en una galaxia muy lejana de donde estábamos creciendo. Los drusos eran ligeramente más aceptables; servían en el ejército. Recuerdo al primer druso que conocí, cursaba el décimo primer grado.
Nunca oímos una palabra acerca de la Nakba, tampoco del término Palestina para la formación del Estado de Israel. Veíamos las ruinas de casas y no veíamos nada. Mucho antes de la "boda del odio" en nuestras fogatas de Lag Baomer quemábamos muñecos del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. "El tirano egipcio" le llamábamos. En las escuelas seculares de Tel Aviv besábamos las Biblias si, Dios no lo permita, caían al el suelo. Nos poníamos los solideos para los estudios de la Biblia mucho antes de la creación de "centros para la profundización de la identidad judía". Apenas nos enteramos del Nuevo Testamento. Nadie pensaría estudiarlo en la escuela, se consideraba casi tan peligroso como Mein Kampf.
Muchos de nosotros escupíamos cuando pasábamos por la puerta de una iglesia. Pocos se atrevían a aventurarse dentro y, si lo hacíamos, nos sentíamos muy culpables por ello. Hacer la señal de la cruz, ni en broma, era considerado un acto de suicidio. Para nosotros, los cristianos eran "idólatras" y los idólatras, lo sabíamos, era lo más bajo de todo. Sabíamos que había una "misión" en Jaffa de la que teníamos que mantenernos lejos como del fuego. Un niño que fuese a estudiar allí se consideraba perdido. La primera generación de la independencia sabía que todos los cristianos eran antisemitas. Sabíamos, por supuesto, de que éramos el pueblo elegido y el todo y el fin de todo. Eso nos fue inculcado por el sistema educativo ilustrado del estado naciente.

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