El 17 de diciembre de 2010, un joven vendedor ambulante se prendió
fuego tras ser humillado y acosado por la policía, que le había
prohibido que se ganara de esa forma su escaso sustento. Mohamed Buazizi
falleció pocos días después sin saber que su ejemplo había logrado
encender la ira de sus compatriotas tunecinos hasta conseguir derrocar a
su tiránico presidente, Zine Al Abidine Ben Ali, en menos de un mes.
Ben Ali tuvo miedo y huyó mientras oía cómo su pueblo coreaba en francés
“Dégage!” (¡Lárgate!).
Ben Ali había permanecido 23 años
como presidente de Túnez con la ayuda de una fuerza policial
extremadamente brutal. Sin embargo, durante toda su presidencia no había
dejado de recibir alabanzas políticas de Europa, disfrutando de una
buena reputación en los medios de comunicación europeos mientras se
esmeraba en las relaciones públicas utilizando el engaño generalizado,
permitiendo que Europa creyera que era un socio fiable, sin prestar
atención alguna a la voluntad de su pueblo.
A pesar de la
abundancia de informes independientes de derechos humanos acerca de la
opresión, tortura y mordaza de la libertad de expresión durante la era
de Ben Ali, su imagen seguía siendo en gran medida inmaculada en la
cobertura de los medios europeos y continuaba recibiendo cálidas
bienvenidas en las capitales europeas. Las valientes investigaciones
publicadas en el extranjero durante los años finales de su gobierno no
lograban disipar la creencia e imagen preponderantes de que era el
presidente ideal para el mundo árabe.
Incluso cuando el pueblo
tunecino estuvo protestando contra su régimen tiránico durante varias
semanas, los políticos y periodistas en Europa continuaron encontrando
dificultades para criticar claramente al régimen gobernante y al
despótico presidente que tantas crónicas laudatorias había auspiciado.
En la cobertura y comentarios de los medios europeos, los titulares no
tildaron de “dictador” a Ben Ali hasta las horas finales de su gobierno,
cuando todo el mundo estuvo seguro que su reinado había terminado.
El
14 de enero de 2011, los tunecinos celebraron su abrumador éxito al
conseguir derrocar a un dirigente tiránico que se había empecinado en
seguir en el poder con la ayuda de una red familiar aferrada las esferas
económicas del país de una forma mafiosa. De repente, el mundo se puso a
aplaudir a los tunecinos y las fotos de las masas de Túnez se
apropiaron de las portadas de la prensa europea durante semanas. Los
políticos y comentaristas en Europa empezaron por fin a hablar de la
fealdad del gobierno del tirano. Fue solo entonces cuando las
autoridades europeas admitieron abiertamente que sus políticas
exteriores habían sido un error favoreciendo al régimen a fin de
proteger los intereses de Occidente en el mundo árabe en vez de honrar
sus obligaciones con los estándares de la democracia, derechos humanos y
voluntad popular.
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