El ejército sirio, con el apoyo de las milicias chiíes y de la
fuerza aérea rusa, iba avanzando rápidamente por Alepo. Mientras llenaba
su pequeña mochila, Mahmud me expuso su plan.
“En cuestión de
un par de días tomarán la última carretera que conecta la ciudad de
Alepo con su suburbio, Castello”, dijo. “Debo irme ya”.
En
2012, Mahmud Rashwani, un activista de 30 años, había dejado su hogar y
su familia en Alepo después de que le arrestaran y torturaran por
participar en manifestaciones pacíficas.
El 12 de julio, dejaba a otra familia –a mí y a nuestro bebé de seis meses- para volver a lo que queda del este de Alepo.
Las verduras y frutas eran ya escasas en la ciudad, por eso se llevó
algunos tomates para compartirlos con sus amigos, caminando en medio de
la noche con dos doctores que lograron infiltrarse con él en la ciudad a
pesar del asedio del gobierno.
No pude evitar sentirme
abandonada. Me dejó con la gran carga de cuidar sola de nuestro bebé. Al
menos no ha sido por otra mujer, sino por un asedio y una causa… No
podía abandonar a su ciudad cuando más le necesitaba.
Adaptándonos al hambre
“¡Hoy he visto una banana! Pero no pude cogerla. Íbamos a toda
velocidad en el primer coche de la ayuda que entró en la ciudad”,
escribió Mahmud el 10 de agosto.
Mahmud no había podido
conseguir ni verduras ni frutas para los alrededor de 300.000 a 400.000
personas que viven en la zona este de Alepo durante el mes pasado.
Además de la falta de alimentos frescos, los civiles de Alepo están
sufriendo escasez de combustible, alimentos enlatados, huevos, azúcar,
harina y leche maternizada.
Las panaderías han dejado de vender
pan. No obstante, los consejos locales están distribuyéndolo para
lograr equilibrar un poco las cosas y que la gente no trate de acaparar
un bien tan preciado.
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