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segunda-feira, 29 de agosto de 2016

La polémica del burkini enreda al Gobierno francés

Mientras la propaganda yihadista divulga estos días en las redes sociales las fotos de una mujer enteramente tapada en la playa de Niza amonestada por tres policías por sus propósitos proselitistas, Francia parece haber caído de pleno en la envenenada trampa de la polémica estival del burkini.
El estrambótico bañador islámico que cubre por completo el cuerpo de la mujer excepto manos pies y rostro, está desatando las pasiones sobre el frágil terreno de un país traumatizado por los atentados y que padece no pocas intersecciones entre las tendencias racistas vinculadas a su pasado colonial y la defensa del laicismo republicano. En ese contexto, se abona la imagen de un país intolerante que maltrata a sus musulmanes y el Gobierno ha cometido la torpeza de mostrarse dividido e incoherente, obligando al presidente François Hollande a realizar una vaga declaración centrista que no contenta a nadie. “Lo que está en juego es la convivencia, algo que supone unas reglas y el respeto a ellas: que no haya ni provocación ni estigmatización”, dijo Hollande.
La declaración del presidente de la República sigue a los manifiestos desacuerdos entre ministros. El primer ministro, Manuel Valls, comprende a los alcaldes que prohíben el burkini en sus playas. La ministra para los Derechos de las Mujeres, Laurence Rossignol dice que el burkini es “bandera de un propósito político que esclaviza a las mujeres” y se pone al lado de Valls. La ministra de Educación, Najat Vallaud-Belkacem se pregunta: “¿Hasta dónde hay que ir para verificar si una vestimenta es acorde con las buenas costumbres?”, habla de una “deriva peligrosa para la cohesión nacional” y denuncia que “la causa de la igualdad hombre-mujer está siendo instrumentalizada por la derecha para criticar mejor al ­islam”. La ministra de Sanidad, Marisol Touraine, apoya esa tonalidad y el ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, advierte que las decisiones municipales “no deben fomentar la estigmatización ni el antagonismo entre franceses”.
Incomprendida, si no ridiculizada en el extranjero, esta polémica desprestigia a Francia. “No digo que nuestro modelo sea perfecto, pero una de las cualidades de Londres es que no solo toleramos la diferencia, sino que la integramos y la celebramos”, observaba ayer su alcalde, Sadiq Khan.
Una treintena de ayuntamientos han establecido ordenanzas contra el burkini en sus playas que justifican en consideraciones de orden público. La derecha está aprovechando esta carrerilla para apretar más los tornillos a los musulmanes, proponiendo la generalización de la prohibición del uso del velo, hoy solo vigente en las escuelas.
Con el viento a su favor –el 64% de los franceses se declaran en contra del uso del burkini en las playas, según una encuesta ayer publicada–, Nicolas Sarkozy ya propone “prohibir todo signo religioso no sólo en la escuela, sino también en la universidad, en la administración y en las empresas”. “No hacer nada contra el burkini, significaría un nuevo retroceso de la República”, dice.
Para quienes, como Sarkozy, quieren poner lo “identitario” en el centro de la campaña presidencial que Francia disputará en ocho meses, la polémica es una perita en dulce.

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