Separada de la Presidencia desde mayo, Dilma Rousseff pelea, respaldada en argumentos legales, para retornar al
cargo aunque esté advertida de que se trata de una causa perdida: en
Brasil ya rige un estado de excepción aun antes de la formalización del
golpe prevista para fin de mes. El poder de facto acabó con las
garantías judiciales de un país que suscribió el Pacto de San José de
Costa Rica, que lo obliga a acatar las decisiones de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos.
Detrás el biombo desinformativo favorecido por las Olimpíadas, el
Senado sobreactúa la coreografía institucional para concluir el golpe
iniciado en abril en la Cámara de los Diputados. Durante sesiones que dejaron de ser
televisadas por las grandes cadenas privadas y concluyen a la madrugada,
cuando prácticamente nadie los ve a través de Internet, la semana
pasada 59 congresistas conchabados con el presidente interino Michel
Temer aprobaron la apertura del impeachment, que prometen tramitar con
urgencia bajo el argumento de que el país necesita terminar cuanto antes
para volver a la “normalidad”.
“Ya no se aguanta más esta cantinela… está escrito en los salmos que
se terminó, que esta historia de la Presidenta se terminó, ya está
afuera” sermoneó el pastor evangélico y senador Magno Malta, miembro de
la tropa de choque golpista. “Mi voto ya fue decidido hace mucho, no me
lo van a cambiar con nada”, abunda Malta, echando mano de un argumento
replicado por otros congresistas que, pese a ser jueces del tribunal
formado en el Congreso para el juicio político, reconocen de antemano
que condenarán a la acusada, violando el derecho a un proceso justo.
Igual que ocurrió en la cámara baja con el malón de diputados
acarreados por el “Boss” Eduardo Cunha, el hombre al que sigue
obedeciendo Temer, como se publicó en los medios de este fin de semana.
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