Hay secuelas de esta desoladora pandemia que parecen
pasar desapercibidas, como si no existieran en nuestro imaginario
colectivo, como si no formaran parte de nuestra cultura política. Sin
embargo, están ahí, dando sentido a una gran parte de las vidas que
llenan este país tan familiar como extraño.
Algunas merecen nuestro respeto porque retroalimentan vínculos de
solidaridad, reciprocidades que parecen imposibles en las modernas
sociedades liberales. Otras, sin embargo, resultan, cuando menos,
condenables. Y uno de estos corolarios ha sido la reactivación del
racismo; un racismo que se despliega sobre grupos humanos con los que
creamos distancias porque la crisis nos ha unido, pero,
paradójicamente, con el pegamento que emplea como materia prima la
exclusión del otro, el distinto, el diferente: “moros”, “gitanos”,
“sudacas”, “negros” y, en este inmediato presente, “chinos”.
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