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terça-feira, 22 de novembro de 2016

La normalidad se desborda: Trump y nuestro antídoto

El triunfo de Donald Trump en las elecciones estadounidenses del martes 8 de noviembre ha desatado una oleada mundial de estupor, miedo y repulsión. Sin duda hay razones para ello. La unanimidad en las reacciones a la barbarie es siempre reconfortante, pues proporciona en momentos de conmoción la calidez y seguridad de formar parte de un amplio sentido común. El problema es que para sostener esa unanimidad hace falta presentar al amenazante como alguien ajeno a la comunidad, como un extraño, como un intruso. Si en esa irrupción han mediado unas elecciones, entonces no queda otra que culpar en exclusiva a quienes se supone que le han votado, una tarea más fácil cuando parece tratarse de gente precaria, en paro y sin estudios, pues, en el fondo, siempre fueron “los otros”. Una vez acotado “el nosotros”, las voces de la intelectualidad sensata conforman el mantra que acompaña al duelo por la normalidad perdida, como si esta hubiera sido un dechado de virtudes o no contuviera las causas de su propia disrupción.
El problema es que muchos de los discursos que se lamentan de la llegada de Trump a la Casa Blanca no sirvieron para evitarlo. Poco sentido tiene ahora utilizar como medicina paliativa lo que antes falló como antídoto. De hecho el triunfo de Trump es precisamente el fracaso de esos discursos del establishment político y mediático, pero no porque el de Trump representara una alternativa con respecto a ellos, sino porque cubría sus vacíos, denunciaba su hipocresía y se alimentaba además de su misma lógica, aunque llevándola, eso sí, al extremo. Es cierto que la llegada de Trump representa un cambio importante en la política norteamericana, pero este cambio es sobre todo un cambio de intensidad. Trump es una subida de alto voltaje en la red eléctrica del sistema político norteamericano que amenaza con fundir sus plomos.

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