El triunfo de Donald Trump en las elecciones estadounidenses del martes 8
de noviembre ha desatado una oleada mundial de estupor, miedo y
repulsión. Sin duda hay razones para ello. La unanimidad en las
reacciones a la barbarie es siempre reconfortante, pues proporciona en
momentos de conmoción la calidez y seguridad de formar parte de un
amplio sentido común. El problema es que para sostener esa unanimidad
hace falta presentar al amenazante como alguien ajeno a la comunidad,
como un extraño, como un intruso. Si en esa irrupción han mediado unas
elecciones, entonces no queda otra que culpar en exclusiva a quienes se
supone que le han votado, una tarea más fácil cuando parece tratarse de
gente precaria, en paro y sin estudios, pues, en el fondo, siempre
fueron “los otros”. Una vez acotado “el nosotros”, las voces de la
intelectualidad sensata conforman el mantra que acompaña al duelo por la
normalidad perdida, como si esta hubiera sido un dechado de virtudes o
no contuviera las causas de su propia disrupción.
El problema es que
muchos de los discursos que se lamentan de la llegada de Trump a la
Casa Blanca no sirvieron para evitarlo. Poco sentido tiene ahora
utilizar como medicina paliativa lo que antes falló como antídoto. De
hecho el triunfo de Trump es precisamente el fracaso de esos discursos
del establishment político y mediático, pero no porque el de
Trump representara una alternativa con respecto a ellos, sino porque
cubría sus vacíos, denunciaba su hipocresía y se alimentaba además de su
misma lógica, aunque llevándola, eso sí, al extremo. Es cierto que la
llegada de Trump representa un cambio importante en la política
norteamericana, pero este cambio es sobre todo un cambio de intensidad.
Trump es una subida de alto voltaje en la red eléctrica del sistema
político norteamericano que amenaza con fundir sus plomos.
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