Los ángulos de análisis para explicar el ascenso de Donald Trump al
poder no se agotan. Están los que explican el acontecimiento en clave
politológica, y que generalmente acuden a la “cantaleta populista” o a
los espejismos de la mercadotecnia política para urdir telarañas
retóricas autorreferenciales. Están los profesionales cosmopolitas,
adherentes del progresismo beato, que básicamente acusan a los blancos
pobres e ignorantes de todas las calamidades de Estados Unidos, incluido
el triunfo electoral de Trump. Están los que reproducen consignas
estériles e indecentes que escuchan en algún medio de comunicación
políticamente correcto: por ejemplo, “que Estados Unidos no estaba
preparado para una mujer”. Y están los trumpistas de closet que no saben
que son trumpistas y que espetan perogrulladas como que “los latinos en
Estados Unidos sufren de complejo y por eso votan por una fórmula
electoral de blanqueamiento”. Y así hasta el hastío.
Es urgente aportar elementos reflexivos para el análisis. Porque cabe alertar que la victoria de Donald Trump es un indicador de la dimensión de la crisis civilizatoria, que registra la reemergencia de las expresiones más despreciables, ruinosas e indecorosas de la modernidad. En este sentido, las fuerzas de la resistencia deben estar más organizadas y fortalecidas que nunca. Porque el acecho de las derechas en el mundo no es un problema electoral: es un problema civilizatorio. La disyuntiva del siglo XXI es neofascismo o rebelión. Y curiosamente el pírrico beneficio que aporta el triunfo de Trump es que ahora el conflicto de clase es franco y abierto, sin las hipócritas indumentarias del jet set liberal. La secuencia de protestas multitudinarias en Estados Unidos es una demostración de salud política que sugiere que la población en Estados Unidos no está dispuesta a claudicar, y que entiende que es absolutamente necesario poner el cuerpo y tomar la calle y mandar al carajo a los falsos prohombres (o promujeres). Y esa es una buena noticia para ese país y para el mundo. Por cierto que el gran fracaso en la elección de Estados Unidos no fue el triunfo de Donald Trump sino el apoyo de las izquierdas a Hillary Clinton.
Es urgente aportar elementos reflexivos para el análisis. Porque cabe alertar que la victoria de Donald Trump es un indicador de la dimensión de la crisis civilizatoria, que registra la reemergencia de las expresiones más despreciables, ruinosas e indecorosas de la modernidad. En este sentido, las fuerzas de la resistencia deben estar más organizadas y fortalecidas que nunca. Porque el acecho de las derechas en el mundo no es un problema electoral: es un problema civilizatorio. La disyuntiva del siglo XXI es neofascismo o rebelión. Y curiosamente el pírrico beneficio que aporta el triunfo de Trump es que ahora el conflicto de clase es franco y abierto, sin las hipócritas indumentarias del jet set liberal. La secuencia de protestas multitudinarias en Estados Unidos es una demostración de salud política que sugiere que la población en Estados Unidos no está dispuesta a claudicar, y que entiende que es absolutamente necesario poner el cuerpo y tomar la calle y mandar al carajo a los falsos prohombres (o promujeres). Y esa es una buena noticia para ese país y para el mundo. Por cierto que el gran fracaso en la elección de Estados Unidos no fue el triunfo de Donald Trump sino el apoyo de las izquierdas a Hillary Clinton.
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