La victoria de Donald Trump (como el brexit en el Reino
Unido, o la victoria del ‘no’ en Colombia) significa, primero, una nueva
estrepitosa derrota de los grandes medios dominantes, los institutos de
sondeo y las encuestas de opinión. Pero significa también que toda la
arquitectura mundial, establecida al final de la Segunda Guerra Mundial,
se ve ahora trastocada y se derrumba. Los naipes de la geopolítica se
van a barajar de nuevo. Otra partida empieza. Entramos en una era nueva
cuyo rasgo determinante es ‘lo desconocido’. Ahora todo puede ocurrir.
¿Cómo consiguió Trump invertir una tendencia que lo daba perdedor y
lograr imponerse en la recta final de la campaña? Este personaje
atípico, con sus propuestas grotescas y sus ideas sensacionalistas, ya
había desbaratado hasta ahora todos los pronósticos. Frente a pesos
pesados como Jeb Bush, Marco Rubio o Ted Cruz, que contaban además con
el resuelto apoyo del establishment republicano, muy pocos lo
veían imponerse en las primarias del Partido Republicano; y sin embargo
carbonizó a sus adversarios, reduciéndolos a cenizas.
Hay que
entender que desde la crisis financiera de 2008 (de la que aún no hemos
salido) ya nada es igual en ninguna parte. Los ciudadanos están
profundamente desencantados. La propia democracia, como modelo, ha
perdido credibilidad. Los sistemas políticos han sido sacudidos hasta
las raíces. En Europa, por ejemplo, se han multiplicado los terremotos
electorales (entre ellos el brexit). Los grandes partidos
tradicionales están en crisis. Y en todas partes percibimos subidas de
formaciones de extrema derecha (en Francia, en Austria y en los países
nórdicos) o de partidos antisistema y anticorrupción (Italia, España).
El paisaje político aparece radicalmente transformado.
Ese
fenómeno ha llegado a Estados Unidos, un país que ya conoció, en 2010,
una devastadora ola populista, encarnada entonces por el Tea Party.
La irrupción del multimillonario Donald Trump en la Casa Blanca
prolonga aquello y constituye una revolución electoral que ningún
analista supo prever. Aunque pervive, en apariencias, la vieja bicefalia
entre demócratas y republicanos, la victoria de un candidato tan
heterodoxo como Trump constituye un verdadero seísmo. Su estilo
directo, populachero, y su mensaje maniqueo y reduccionista, apelando a
los bajos instintos de ciertos sectores de la sociedad, muy distinto del
tono habitual de los políticos estadounidenses, le ha conferido un
carácter de autenticidad a ojos del sector más decepcionado del
electorado de la derecha. Para muchos electores irritados por lo
«politicamente correcto», que creen que ya no se puede decir lo que se
piensa so pena de ser acusado de racista, la «palabra libre» de Trump
sobre los latinos, los inmigrantes o los musulmanes es percibida como un
auténtico desahogo.
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