En Los archivos del Pentágono, la última película de Spielberg,
hay una escena que me emocionó en lo más hondo y que para mí resume la
esencia del periodismo tal y como se entendía el oficio hasta hace unas
décadas. Cuando los redactores han terminado de escribir la noticia que
va a abrir la portada de mañana, cuando los jefazos han discutido hasta
la saciedad si se lanzan o no la piscina, cuando los abogados han
rastreado de arriba abajo la letra pequeña de la orden judicial en busca
de subterfugios, mientras el linotipista calienta los dedos y los
operarios esperan que se enciendan las rotativas, de repente el folio
mecanografiado llega hasta la mesa del corrector de estilo. Entonces, el
tipo se sienta, se cala el sombrero, saca el lápiz, tacha la primera
palabra, añade un matiz a la primera frase, un giro a la segunda y poco a
poco –la calma en mitad de la tormenta– va añadiendo en los márgenes
supresiones, mejoras, alternativas.
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