El peligro más siniestro al que nos enfrentamos no viene de la supresión
de la libertad de expresión a través de la destrucción de la
neutralidad en la Red o de los algoritmos de Google, que mantienen
alejada a la población de aquellas webs de contenido izquierdista,
disidente, progresista o antibélico. No viene tampoco de una reforma de
los impuestos que abandona cualquier pretensión de responsabilidad
fiscal, enriquece a las corporaciones y a los oligarcas y allana el
camino para el desmantelamiento de programas como el de la Seguridad
Social. No viene de la explotación de tierras colectivas para beneficio
de la industria minera y de los combustibles fósiles, ni tampoco de la
aceleración del ecocidio por parte de una legislación
medioambiental demoledora, ni por la destrucción de la educación
pública. Tampoco viene del despilfarro de fondos federales para inflar
el presupuesto militar mientras el país colapsa económicamente, ni del
uso de sistemas de seguridad doméstica para criminalizar la disidencia.
El peligro más siniestro al que nos enfrentamos viene de la
marginalización y destrucción de aquellas instituciones que - incluyendo
los tribunales, la academia, los cuerpos legislativos, las
organizaciones culturales y los medios de comunicación- en su día
garantizaban que el discurso público se anclaba en la realidad y en los
hechos, nos ayudaban a distinguir entre la verdad y la mentira y
promovían la justicia.
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