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sexta-feira, 25 de setembro de 2015

El discurso de la traición

Las decisiones tomadas por Alexis Tsipras en Grecia han hecho florecer una nueva versión de lo que se podría llamar el “discurso de la traición”. En España la expresión clásica de ese discurso es la que denuncia la “traición del PSOE”. Se señala así muy especialmente a la permanencia de España en la OTAN, pero también se apunta, más en general, a la labor de los sucesivos Gobiernos socialistas como aliados del gran capital e impulsores del giro neoliberal en connivencia con el PP. Una nueva expresión de este tipo de reacción podría darse pronto si, tras las elecciones catalanas, una parte de los votantes de Junts pel Sí considerara que el resultado avala la secesión y, sin embargo, sus representantes decidieran no cumplir con el mandato imperativo al que ellos mismos han declarado someterse.
El Leviatán está concebido para garantizar la seguridad del cuerpo y la salvación del alma. En ese esquema de poder absoluto, el ciudadano es un sujeto absolutamente pasivo que recibe protección a cambio de obediencia. Vistos desde esa perspectiva, el discurso de la impecabilidad y el de la traición, referidos ambos a los representantes políticos, son dos caras de la misma moneda. Dos expresiones de un mismo patrón de relación entre el pueblo y sus representantes. España anhela santos que la salven y será implacable con los iscariotes que la alejen del Reino de los Cielos.
Ciertamente, Judas es el traidor por excelencia: un discípulo de Jesús de Nazaret accede a entregar a su maestro a sus enemigos, que desean darle muerte, a cambio de unas monedas. El imaginario colectivo español está forjado primero y enjaulado después en el catolicismo, y por tanto las resonancias teológicas del vocabulario de la traición no pueden ser obviadas. Un traidor es uno de los nuestros que cambia de trinchera. Peor: un traidor es un vendido. No ha cambiado unas ideas por otras sino sus ideas por un bien material. Y era uno de los nuestros.
Precisamente porque la traición proviene de uno de los nuestros, ni Alexis Tsipras, ni Felipe González, ni Artur Mas pueden ser traidores. Como inquilinos transitorios del aparato del Estado, ninguno de ellos puede ser de los nuestros porque el aparato estatal no es neutral y no hay “gobernabilidad de izquierdas”; esa es “la dura realidad” que la izquierda en el Gobierno (la que está y la que aspira a estarlo) necesita aceptar: la expresión “gobierno revolucionario” es un oxímoron.
Insistimos: ni Tsipras, ni González, ni Mas son iscariotes; son pilatos. Según la leyenda negra, Pilatos era un personaje abyecto. Según la leyenda blanca, prácticamente un santo. Según la primera era inflexible, obstinado, cruel, despectivo y colérico. Según la segunda había comprendido la divinidad de Jesús y simplemente cedió, por debilidad, ante la presión de los judíos. Puede el lector quedarse con la versión que más le guste; a todos los efectos da lo mismo. Pilatos, abyecto o santo, entrega a Jesús a sus enemigos, exactamente igual que Judas. El segundo es uno de los apóstoles, el primero es el gobernador romano. El segundo es un traidor, el primero…
Cuando acusamos a nuestros representantes de traidores sólo hablamos, sin ser conscientes de ello, de la frustración de nuestras propias expectativas. Asumir acríticamente el discurso de la traición implica reproducir una concepción de la ciudadanía como sujeción pasiva, como intercambio de salvación por obediencia. Hemos de abandonar el vocabulario de la traición y adoptar el de la emancipación.

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