Las decisiones tomadas por Alexis Tsipras en Grecia han hecho 
florecer una nueva versión de lo que se podría llamar el “discurso de la
 traición”. En España la expresión clásica de ese discurso es la que 
denuncia la “traición del PSOE”. Se señala así muy especialmente a la 
permanencia de España en la OTAN, pero también se apunta, más en 
general, a la labor de los sucesivos Gobiernos socialistas como aliados 
del gran capital e impulsores del giro neoliberal en connivencia con el 
PP. Una nueva expresión de este tipo de reacción podría darse pronto si,
 tras las elecciones catalanas, una parte de los votantes de Junts pel 
Sí considerara que el resultado avala la secesión y, sin embargo, sus 
representantes decidieran no cumplir con el mandato imperativo al que 
ellos mismos han declarado someterse.
 
El Leviatán está concebido 
para garantizar la seguridad del cuerpo y la salvación del alma. En ese 
esquema de poder absoluto, el ciudadano es un sujeto absolutamente 
pasivo que recibe protección a cambio de obediencia. Vistos desde esa 
perspectiva, el discurso de la impecabilidad y el de la traición, 
referidos ambos a los representantes políticos, son dos caras de la 
misma moneda. Dos expresiones de un mismo patrón de relación entre el 
pueblo y sus representantes. España anhela santos que la salven y será implacable con los iscariotes que la alejen del Reino de los Cielos.
 
Ciertamente,
 Judas es el traidor por excelencia: un discípulo de Jesús de Nazaret 
accede a entregar a su maestro a sus enemigos, que desean darle muerte, a
 cambio de unas monedas. El imaginario colectivo español está forjado 
primero y enjaulado después en el catolicismo, y por tanto las 
resonancias teológicas del vocabulario de la traición no pueden ser 
obviadas. Un traidor es uno de los nuestros que cambia de trinchera. 
Peor: un traidor es un vendido. No ha cambiado unas ideas por otras sino
 sus ideas por un bien material. Y era uno de los nuestros.
 
Precisamente
 porque la traición proviene de uno de los nuestros, ni Alexis Tsipras, 
ni Felipe González, ni Artur Mas pueden ser traidores. Como inquilinos 
transitorios del aparato del Estado, ninguno de ellos puede ser de los 
nuestros porque el aparato estatal no es neutral y no hay “gobernabilidad de izquierdas”;
 esa es “la dura realidad” que la izquierda en el Gobierno (la que está y
 la que aspira a estarlo) necesita aceptar: la expresión “gobierno 
revolucionario” es un oxímoron.
 
Insistimos: ni Tsipras, ni González, ni Mas son iscariotes; son pilatos.
 Según la leyenda negra, Pilatos era un personaje abyecto. Según la 
leyenda blanca, prácticamente un santo. Según la primera era inflexible,
 obstinado, cruel, despectivo y colérico. Según la segunda había 
comprendido la divinidad de Jesús y simplemente cedió, por debilidad, 
ante la presión de los judíos. Puede el lector quedarse con la versión 
que más le guste; a todos los efectos da lo mismo. Pilatos, abyecto o 
santo, entrega a Jesús a sus enemigos, exactamente igual que Judas. El 
segundo es uno de los apóstoles, el primero es el gobernador romano. El 
segundo es un traidor, el primero…
 
Cuando acusamos a nuestros 
representantes de traidores sólo hablamos, sin ser conscientes de ello, 
de la frustración de nuestras propias expectativas. Asumir acríticamente
 el discurso de la traición implica reproducir una concepción de la 
ciudadanía como sujeción pasiva, como intercambio de salvación por 
obediencia. Hemos de abandonar el vocabulario de la traición y adoptar 
el de la emancipación.
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