La definición clásica de terrorismo es la matanza intencional de
civiles para imponer un punto de vista político, como poner bombas en la
línea de llegada de un maratón o estrellar aviones comerciales contra
edificios repletos de oficinistas. Sin embargo, los medios de
información dominantes han ampliado la definición para incluir soldados
estadounidenses o tropas aliadas, incluso si operan en el extranjero.
Por ejemplo, el columnista del New York Times Thomas L. Friedman citó el miércoles como un supuesto ejemplo de “terrorismo de Irán” el atentado contra una base de marines en
Beirut en 1983, “considerado obra del instrumento de Irán, Hizbulá”. Y
Friedman no es el único que menciona el atentado contra los marines en
1983 como “terrorismo” junto con el apoyo de Irán a las milicias chiíes
que combatieron contra el ejército de ocupación estadounidense en Iraq
durante la década pasada.
Los medios de información
estadounidenses tratan rutinariamente casos semejantes como merecedores
de la condena rotunda que implica la palabra “terrorismo”. De la misma
manera, esa actitud se amplía a los ataques de Hizbulá a las fuerzas
militares israelíes incluso en los años 80 cuando Israel estaba ocupando
el sur de Líbano.
Pero los ataques dirigidos contra fuerzas
militares –no civiles– no constituyen “terrorismo” en su definición
clásica. Y se trata de una distinción importante porque la palabra
comporta merecidamente implicaciones morales y legales negativas que
pueden colocar a las naciones acusadas de “terrorismo” en la mira de
sanciones económicas y ataques militares que pueden matar a cientos de
miles o incluso millones de civiles.
En otras palabras, el
abuso de la palabra “terrorismo” puede tener consecuencias similares al
propio terrorismo, las muertes indiscriminadas de gente inocente,
hombres, mujeres y niños. Gran parte del caso a favor de las sanciones y
la guerra contra Iraq en los años 90 y 2000 se basó en afirmaciones
dudosas e incluso falsas sobre el supuesto apoyo de Iraq a al-Qaida y a
otros terroristas.
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