Acosado por sucesivas derrotas en el Congreso –el rechazo a su proyecto
de eliminar el Obamacare- y en la Justicia, por el tema de los vetos a
la inmigración de países musulmanes, Donald Trump apeló a un recurso tan
viejo como efectivo: iniciar una guerra para construir consenso
interno. El magnate neoyorquino estaba urgido de ello: su tasa de
aprobación ante la opinión pública había caído del 46 al 38 por ciento
en pocas semanas; un sector de los republicanos lo asediaba “por
izquierda” por sus pleitos con los otros poderes del estado y sus
inquietantes extravagancias políticas y personales; otro hacía lo mismo
“por derecha”, con los fanáticos del Tea Party a la cabeza que le
exigían más dureza en sus políticas anti-inmigratorias y de recorte del
gasto público y, en lo internacional, ninguna concesión a Rusia y a
China. Por su parte, los demócratas no cesaban de hostigarlo. En el
plano internacional las cosas no pintaban mejor: mal con la Merkel
durante su visita a la Casa Blanca, un exasperante subibaja en la
relación con Rusia y una inquietante ambigüedad acerca del vínculo entre
Estados Unidos y China. Con el ataque a Siria, Trump espera dotar a su
administración de la gobernabilidad que le estaba faltando.
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