Salteemos lo obvio. Dejemos a un lado, por ejemplo, que la
decisión de Donald Trump de lanzar 59 misiles de crucero Tomahauwk
contra una base aérea siria solo es otra demostración de lo que ya
sabíamos: que las acciones bélicas son ahora la prerrogativa –y solo la
prerrogativa– del presidente (o de los comandantes militares a quienes
Trump ha dado más autoridad para actuar por su cuenta). ¿Verificaciones,
contrapesos? En estos días, las únicas verificaciones escritas son las
del Pentágono y “contrapeso” es un concepto que solo aplica a la
gimnasia.
Mientras tanto, Donald Trump ha
aprendido que cada derrota importante en el frente interno, cada intriga
palaciega que haría ruborizar a un zar, puede resolverse... bueno,
dejando caer 59 misiles de crucero –o su equivalente– en algún sitio
remoto para salvar a los “hermosos niños” (olvidémonos de los niños que
“sus” generales han estado matando). Dispara los misiles, envía los
agresores, despacha los aviones, y conseguirás que todo aquel a quien
destrozaste con tus tweets –incluyendo a Hillary, John, Nancy, Marco y
Chuck te aplauda y elogie lo que tú haces–. A ellos se unirá la derecha
oficial (aunque no la extraoficial), mientras los neocons y sus colegas
te saludarán como el Churchill del siglo XXI. O al menos, todo esto será
verdad hasta que deje de serlo (conversa sobre esto con George W. Bush y
con Barack Obama); hasta el día después; hasta, ya sabes, el momento
que hemos vivido tantas veces en los últimos 15 años de guerras
estadounidenses, el momento en que de repente se hace patente (una vez
más) que las cosas están yendo realmente mal.
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