A finales de los años 70 del siglo XX se hizo evidente que la maquinaria
de producción capitalista se había estancado de nuevo. La enfermedad
crónica del capitalismo se había vuelto a manifestar: la
sobre-acumulación de capital. Demasiada concentración tecnológica por
unidad de producción, a costa del trabajo humano.
Como quiera que
sólo de este último se extrae plusvalía, la consecuencia es una
decadencia de la misma y por tanto de la ganancia final que los
capitalistas reciben cuando venden las mercancías producidas, diseñadas o
servidas por la fuerza de trabajo. Es decir, una generalizada pérdida
de rentabilidad de las inversiones capitalistas. Y si hay pérdida de
rentabilidad desciende la inversión en la esfera productiva, con lo cual
baja también la productividad.
Frente a ello el Capital (en
mayúsculas, como capitalista colectivo) emprende un conjunto de
dinámicas orientadas a paliar el descenso de la rentabilidad: incremento
de la explotación de la fuerza de trabajo; aceleración de los
desplazamientos de capital hacia las periferias del Sistema, allí donde
había (y hay todavía) más expectativas de rentabilidad, dado que no se
ha dado el proceso de sobreacumulación (desplazamientos más posibles
porque coinciden con la segunda globalización de la economía
capitalista); hay un desplazamiento también técnico-organizativo, hacia
nuevas ramas de inversión (sobre todo la “economía inmaterial” o “nueva
economía”); y asimismo se da un desplazamiento hacia los circuitos que
hasta ese momento eran secundarios en la acumulación de capital (el
suelo, la vivienda, las hipotecas), con la consiguiente gestión del
territorio de cara a su valorización especulativa (haciendo del conjunto
del hábitat una mercancía, lo que lleva emparejada su depredación).
Se
emprende, concomitantemente, un paquete de políticas tendentes a
deteriorar la condición salarial: desinversión selectiva y reorientación
hacia un tipo de producción flexible, ligera; reducción de la masa
salarial a partir de la desvinculación de los salarios respecto de la
productividad y el subsecuente declinar de los salarios reales;
inhibición de la inversión pública que conlleva el deterioro de lo
público y de la “seguridad social”. Conduciendo todo ello a la entrada
en una era de inseguridad colectiva.
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