En un mundo en el que reiterar una y otra vez a través de los medios
sirve de prueba irrefutable algunas palabras son acrónimos, unos
significantes intercambiables cuyo uso codificado de antemano es
propicio para todo tipo de manipulación. Deslizamientos perpetuos de
significado que autorizan a pasar insidiosamente de un término a otro,
sin que nada se oponga a la maligna inversión por la que el verdugo se
convierte en víctima y la víctima en verdugo, y el antisionismo se
convierte en antisemitismo, como afirmó Manuel Valls, primer jefe de
gobierno francés en proferir este insulto. Además, cuando algunas
personas relacionan la «intifada de los cuchillos» con el odio ancestral
a los judíos no es inútil preguntarse por qué esta asimilación clásica
aunque fraudulenta ocupa una función esencial en el discurso dominante.
Desde
hace sesenta años es como si el remordimiento invisible por el
holocausto garantizara a la empresa sionista una impunidad absoluta. Con
la creación del Estado hebreo Europa se quitaba de encima sus demonios
centenarios. Europa se concedía una válvula de escape al sentimiento de
culpabilidad que le carcomía secretamente por sus infamias antisemitas.
Como cargaba con la responsabilidad de la masacre de judíos, buscaba la
manera de desembarazarse a toda costa de este fardo. La culminación del
proyecto sionista le ofreció esta oportunidad. Europa se eximía de sus
culpas aplaudiendo la creación del Estado judío. Simultáneamente ofrecía
al sionismo la oportunidad de completar la conquista de Palestina.
Israel
se prestó por partida doble a esta redención por procuración de la
conciencia europea. Primero volcó su violencia vengativa en un pueblo
que no tenía la culpa de su sufrimiento y después ofreció a Occidente
las ventajas de una alianza a cambio de la cual se le pagó. Una y otra
cosa vincularon sus destinos por medio de un pacto neocolonial. El
triunfo del Estado hebreo tranquilizaba la conciencia europea al tiempo
que le procuraba el espectáculo narcisista de una victoria sobre los
bárbaros. Unidos para lo bueno y para lo malo, acordaron mutuamente la
absolución a costa del mundo árabe transfiriéndole el peso de las
persecuciones antisemitas. En virtud de una convención tácita Israel
perdonaba a Europa su pasividad frente al genocidio y Europa le dejaba
las manos libres en Palestina.
Israel debe su estatuto
excepcional a esta transferencia de deuda por medio de la cual Occidente
se libró de sus responsabilidades a costa de un tercero. Puesto que
Israel era el antídoto del mal absoluto que hundía sus raíces en el
infierno de los crímenes nazis, solo podía ser la encarnación del bien.
Esta sacralidad histórica es lo que justifica, mejor que una sacralidad
bíblica de dudosas referencias, la inmunidad de Israel en la conciencia
europea. Adhiriéndose implícitamente a ella, las potencias occidentales
la inscriben en el orden internacional. El resultado es innegable:
avalada por los amos del mundo, la profesión de fe sionista se convierte
en ley férrea a escala mundial.
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