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segunda-feira, 9 de maio de 2016

El antisemitismo, arma de intimidación masiva

En un mundo en el que reiterar una y otra vez a través de los medios sirve de prueba irrefutable algunas palabras son acrónimos, unos significantes intercambiables cuyo uso codificado de antemano es propicio para todo tipo de manipulación. Deslizamientos perpetuos de significado que autorizan a pasar insidiosamente de un término a otro, sin que nada se oponga a la maligna inversión por la que el verdugo se convierte en víctima y la víctima en verdugo, y el antisionismo se convierte en antisemitismo, como afirmó Manuel Valls, primer jefe de gobierno francés en proferir este insulto. Además, cuando algunas personas relacionan la «intifada de los cuchillos» con el odio ancestral a los judíos no es inútil preguntarse por qué esta asimilación clásica aunque fraudulenta ocupa una función esencial en el discurso dominante.
Desde hace sesenta años es como si el remordimiento invisible por el holocausto garantizara a la empresa sionista una impunidad absoluta. Con la creación del Estado hebreo Europa se quitaba de encima sus demonios centenarios. Europa se concedía una válvula de escape al sentimiento de culpabilidad que le carcomía secretamente por sus infamias antisemitas. Como cargaba con la responsabilidad de la masacre de judíos, buscaba la manera de desembarazarse a toda costa de este fardo. La culminación del proyecto sionista le ofreció esta oportunidad. Europa se eximía de sus culpas aplaudiendo la creación del Estado judío. Simultáneamente ofrecía al sionismo la oportunidad de completar la conquista de Palestina.
Israel se prestó por partida doble a esta redención por procuración de la conciencia europea. Primero volcó su violencia vengativa en un pueblo que no tenía la culpa de su sufrimiento y después ofreció a Occidente las ventajas de una alianza a cambio de la cual se le pagó. Una y otra cosa vincularon sus destinos por medio de un pacto neocolonial. El triunfo del Estado hebreo tranquilizaba la conciencia europea al tiempo que le procuraba el espectáculo narcisista de una victoria sobre los bárbaros. Unidos para lo bueno y para lo malo, acordaron mutuamente la absolución a costa del mundo árabe transfiriéndole el peso de las persecuciones antisemitas. En virtud de una convención tácita Israel perdonaba a Europa su pasividad frente al genocidio y Europa le dejaba las manos libres en Palestina.
Israel debe su estatuto excepcional a esta transferencia de deuda por medio de la cual Occidente se libró de sus responsabilidades a costa de un tercero. Puesto que Israel era el antídoto del mal absoluto que hundía sus raíces en el infierno de los crímenes nazis, solo podía ser la encarnación del bien. Esta sacralidad histórica es lo que justifica, mejor que una sacralidad bíblica de dudosas referencias, la inmunidad de Israel en la conciencia europea. Adhiriéndose implícitamente a ella, las potencias occidentales la inscriben en el orden internacional. El resultado es innegable: avalada por los amos del mundo, la profesión de fe sionista se convierte en ley férrea a escala mundial.

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