Reconocían Marx y Engels en el “Manifiesto Comunista” que en apenas 
un siglo de hegemonía, la burguesía había creado “fuerzas productivas 
más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas 
juntas”. Pero ya en los albores del capitalismo, esta expansión 
albergaba en su entraña crisis y contradicciones. El modo de desarrollo 
económico y tecnológico resulta indisociable, también hoy, de las 40.000
 personas que mueren diariamente de hambre, los 2.700 millones de 
habitantes que carecen de agua en condiciones mínimas de saneamiento o 
los mil millones de personas sin una vivienda digna, según los datos de 
Naciones Unidas. Las crisis son inherentes al sistema económico vigente,
 como establece el título del último libro del economista Juan Torres 
López, “El capitalismo en crisis. Del crac de 1929 a la actualidad”, 
publicado en noviembre de 2015 por Anaya, y presentado en la Universitat
 de València. 
 Pero resulta un error pensar que una hipotética 
revolución terminaría con estas crisis, pues son inherentes a la 
naturaleza y a cualquier desarrollo de la vida. “La Biblia ya hablaba de
 siete años de vacas gordas y otros siete de vacas flacas”, cita el 
catedrático de la Universidad de Sevilla. Razón distinta es que las 
crisis, que el capitalismo exacerbó durante los siglos XIX y XX, tengan 
que ser inevitablemente dramáticas y dañar a las poblaciones. En un 
sentido etimológico, la acepción griega remite al momento en que los 
médicos o los jueces contaban con el mejor punto de observación para 
adoptar medidas y así modificar un rumbo equivocado. En épocas más 
recientes, un economista e historiador suizo relativamente poco 
conocido, Sismondi (1773-1842), ya descubrió lo que hoy se llama crisis 
de demanda o de subconsumo, idea que subraya los desajustes del mercado y
 que después prolongarán tanto Marx como Keynes. Ni los oferentes 
cuentan con mecanismos para la previsión de la demanda ni los 
demandantes para calcular la oferta. Restalla entonces el “latigazo” de 
la crisis. 
 Juan Torres se niega a considerar la coyuntura de 
crisis como una “burbuja”, aislada de las relaciones sociales, 
políticas, culturales o ambientales. No puede entenderse el crac de 1929
 al margen de la ideología y los valores. La gente se compraba terrenos 
en Florida, en lugares donde sólo había caimanes. El economista John K. 
Galbraith ya dio cuenta de la vorágine y enloquecida fiebre especuladora
 en libros como “Breve historia de la euforia financiera”, “El crack del
 29” o “La cultura de la satisfacción”. También pueden encontrarse 
referencias en las memorias de Groucho Marx, cuando ironiza sobre “un 
asuntillo llamado mercado de valores, un negocio mucho más atractivo que
 el teatral”. En ese contexto, “el mercado seguía subiendo y subiendo; 
lo más sorprendente es que nadie vendía una sola acción y la gente 
compraba sin cesar”. Pero un buen día “Wall Street tiró la toalla y se 
derrumbó”. “Eso de la toalla es una frase adecuada porque para entonces 
todo el país estaba llorando”. 
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