Brasil vive una profunda crisis institucional. La más importante
desde la dictadura. El gobierno de Dilma Roussef ha sido alcanzado en
pleno rostro, provocando su parálisis, pero también lo han sido las
principales instituciones de la democracia burguesa. Los principales
dirigentes del Parlamento están implicados en la Operación Lava Jato/1,
entre ellos Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados, en
tanto que uno de los acusados del proceso. Los dirigentes de los
partidos tradicionales, tanto los que forman parte del gobierno como los
de la oposición de derechas (incluyendo el PMDB, partido de Cunha y del
vicepresidente Michel Temer, que ha abandonado recientemente el
gobierno), son objeto de investigaciones.
Una situación así
contribuye a un gran caos en el seno de las instituciones con un poder
judicial dividido a todos los niveles. A esto se añade una crisis
intensa de credibilidad de las instituciones tradicionales y del modus
operandi de la democracia burguesa, cuyos primeros signos se expresaron
en las calles en 2013/2.
Brasil vive pues una grave crisis
política que se añade a la grave crisis económica, social y
medioambiental. Esto se traduce en paro creciente, inflación,
congelación salarial, hundimiento de los servicios públicos, desastres y
crímenes contra el medio ambiente…, que simbolizan el fracaso de un
modelo de desarrollo. El agotamiento del modelo de “crecimiento”,
adoptado durante los “períodos” Lula, con la aplicación ahora de una
política de ajuste neoliberal y de recesión, ha producido un escenario
de estancamiento duradero. Cualquiera que sea el resultado a corto
plazo, la suma de crisis a medio plazo se mantendrá con tensiones
sociales y políticas.
El ciclo “lulopetista” está herido de
muerte. Las posibilidades de mantener el modelo de crecimiento
“neo-extractivista” y exportador se están agotando. Aunque sobreviviera
políticamente, debido a la polarización reciente entre los dos campos en
la guerra institucional, la estrategia establecida por el lulismo de
favorecer a los empresarios, a la agroindustria y al capital financiero
y, al mismo tiempo, hacer algunas concesiones a los más pobres, ya no
tiene ninguna posibilidad política y ética de aparecer como una
inflexión de izquierdas. Incluso tras haber puesto más de 100 000
personas en la calle en Sao Paolo, Lula continúa rogando a los
representantes del capital que confíen en él para ser el garante del
pacto social. En este marco, reedita, en términos más humillantes, la
“Carta al pueblo brasileño” de 2002. Es el final de un largo ciclo de la
izquierda brasileña.
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