Siguiendo la moda impuesta por los presidentes modernos y a falta de tan
solo nueve meses para dejar el cargo, Barack Obama ya está planeando el
complejo post-presidencial que llevará su nombre, compuesto por una
biblioteca, un museo y una fundación. Este tipo de instituciones parece
aumentar su opulencia y su aire imperial a medida que pasan los años y
las administraciones. Según parece, la voluntad de Obama dejará pequeños
los 300 millones de dólares recaudados por George W. Bush para su
versión de esta institución, pues se propone dedicarla entre 800 y 1.000
millones de dólares. Con estas perspectivas para su futuro posterior a
la Casa Blanca y siendo su presidencia ya casi parte de la historia,
está claro que últimamente ha estado muy ocupado con “su legado”. Y, en
lo referente a política exterior, es evidente que puede alardear de
haber conseguido algunos logros. Dos de los más obvios son el acuerdo
nuclear con Irán y la apertura a Cuba. A su manera, ambos suponen un
punto de inflexión que rompe con relaciones envenenadas que se
prolongan, en el caso de Irán, más de tres décadas y media y, en el caso
de Cuba, más de medio siglo.
Ya pueden imaginarse las exposiciones dedicadas a celebrarlas en el Centro Presidencial Barack Obama, que se levantará en la parte meridional de Chicago. Pero es difícil no preguntarse cómo manejará dicha institución las tres grandes promesas de política exterior que el nuevo presidente realizó en los tiempos lejanos de 2008-2009. Después de todo, lo que en gran medida le llevó a la presidencia fue su atrevida promesa de acabar la catastrófica guerra de George W. Bush en Irán: “Así que, cuando sea comandante en jefe me propondré desde el primer día de mi presidencia un nuevo objetivo: acabar esta guerra”. Nueve años más tarde, está llevando otra vez al país al “lodazal” de una guerra en Irak, la tercera o la cuarta en las últimas cinco presidencias (dependiendo de si contabilizamos el apoyo de la administración Reagan a la guerra de Saddam Hussein contra Irán en los ochenta). En este momento, cuando acabamos de enviar a Qatar los B-52, el bombardero clásico favorito de la era de Vietnam, como contribución a esa iniciativa bélica y nos encaminamos a una ampliación gradual aún mayor de nuestra implicación en el lodazal de Irak, probablemente estemos hablando de una futura exposición museística del infierno.
Ya pueden imaginarse las exposiciones dedicadas a celebrarlas en el Centro Presidencial Barack Obama, que se levantará en la parte meridional de Chicago. Pero es difícil no preguntarse cómo manejará dicha institución las tres grandes promesas de política exterior que el nuevo presidente realizó en los tiempos lejanos de 2008-2009. Después de todo, lo que en gran medida le llevó a la presidencia fue su atrevida promesa de acabar la catastrófica guerra de George W. Bush en Irán: “Así que, cuando sea comandante en jefe me propondré desde el primer día de mi presidencia un nuevo objetivo: acabar esta guerra”. Nueve años más tarde, está llevando otra vez al país al “lodazal” de una guerra en Irak, la tercera o la cuarta en las últimas cinco presidencias (dependiendo de si contabilizamos el apoyo de la administración Reagan a la guerra de Saddam Hussein contra Irán en los ochenta). En este momento, cuando acabamos de enviar a Qatar los B-52, el bombardero clásico favorito de la era de Vietnam, como contribución a esa iniciativa bélica y nos encaminamos a una ampliación gradual aún mayor de nuestra implicación en el lodazal de Irak, probablemente estemos hablando de una futura exposición museística del infierno.
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