
Nos lo cuentan como si hubieran descubierto la piedra filosofal 
¿Terroristas yihadistas? Los iluminados de antaño, locos místicos, 
maníacos del sacrificio. Pero si miramos detrás de esa careta entonces 
el terrorismo presenta una faz tan familiar como repugnante, disfrazado 
con una identidad que borra hasta el recuerdo de sus transformaciones 
históricas decididamente inconsistentes. No hay que olvidar que el 
terrorismo solo es un medio que ha existido en otros tiempos y en otras 
latitudes. Pero poco importa, esos otros terrorismos, del Irgun a la 
ETA, se pierden en la noche de los tiempos. 
 Porque el 
terrorismo ya tiene un solo nombre, estigma de una culpabilidad sin 
fisuras que lo expone a los rayos de la civilización. Sus causas son 
unívocas, anda ligero de equipaje y con una sola determinación, ¿cuál? 
Adivinen: el terrorismo responde a una llamada invisible, tiene su 
fuente –dicen- en el propio mensaje coránico, reitera la violencia 
islámica. Así es, el dogma exige que se señale al islam esencialmente 
culpable. En otras épocas se disociaba cuidadosamente una respetable 
confesión milenaria de prácticas asesinas que no le deben nada. En la 
actualidad esa sensata disociación cuesta a sus autores una acusación de
 tolerancia. 
 Porque es absolutamente necesario que el 
terrorismo aparezca como expresión de una violencia intrínseca de la fe 
musulmana, que esta cargue con el estigma. ¿No es responsable esta 
religión nociva del delirio suicida de los locos de Alá? Es necesario 
que sea una violencia sin sentido, fulminante, repentina, sin razones 
lógicas ni complicidades confesables. Entonces se da de beber a la 
opinión pública esta representación angustiosa perfumada de apocalipsis.
 Lo importante es que creamos que ese poder devastador viene de muy 
lejos, de un abismo salvaje del cual Occidente, por supuesto, es 
inocente. 
 Así pues el terrorismo sería una confusa mezcla de 
locura y fanatismo. El contacto con lo absoluto se convertiría en deseo 
de purificación. El dogma religioso suministraría a la rabia destructora
 el motivo de su radicalismo y le procuraría el ingrediente incendiario 
de su violencia. Esos iluminados arderían para cumplir las promesas de 
la doctrina, serían los ejecutores de un plan divino que ordena el 
sacrificio de los puros y la destrucción de los impuros. Como muestran 
los atentados suicidas de los desesperados de la yihad esta 
interpretación no es totalmente falsa, pero es insuficiente y sobre todo
 corre el riesgo de ocultarnos lo esencial. 
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