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quinta-feira, 28 de abril de 2016

Yihadistas, místicos falsos, auténticos bandidos



Nos lo cuentan como si hubieran descubierto la piedra filosofal ¿Terroristas yihadistas? Los iluminados de antaño, locos místicos, maníacos del sacrificio. Pero si miramos detrás de esa careta entonces el terrorismo presenta una faz tan familiar como repugnante, disfrazado con una identidad que borra hasta el recuerdo de sus transformaciones históricas decididamente inconsistentes. No hay que olvidar que el terrorismo solo es un medio que ha existido en otros tiempos y en otras latitudes. Pero poco importa, esos otros terrorismos, del Irgun a la ETA, se pierden en la noche de los tiempos.
Porque el terrorismo ya tiene un solo nombre, estigma de una culpabilidad sin fisuras que lo expone a los rayos de la civilización. Sus causas son unívocas, anda ligero de equipaje y con una sola determinación, ¿cuál? Adivinen: el terrorismo responde a una llamada invisible, tiene su fuente –dicen- en el propio mensaje coránico, reitera la violencia islámica. Así es, el dogma exige que se señale al islam esencialmente culpable. En otras épocas se disociaba cuidadosamente una respetable confesión milenaria de prácticas asesinas que no le deben nada. En la actualidad esa sensata disociación cuesta a sus autores una acusación de tolerancia.
Porque es absolutamente necesario que el terrorismo aparezca como expresión de una violencia intrínseca de la fe musulmana, que esta cargue con el estigma. ¿No es responsable esta religión nociva del delirio suicida de los locos de Alá? Es necesario que sea una violencia sin sentido, fulminante, repentina, sin razones lógicas ni complicidades confesables. Entonces se da de beber a la opinión pública esta representación angustiosa perfumada de apocalipsis. Lo importante es que creamos que ese poder devastador viene de muy lejos, de un abismo salvaje del cual Occidente, por supuesto, es inocente.
Así pues el terrorismo sería una confusa mezcla de locura y fanatismo. El contacto con lo absoluto se convertiría en deseo de purificación. El dogma religioso suministraría a la rabia destructora el motivo de su radicalismo y le procuraría el ingrediente incendiario de su violencia. Esos iluminados arderían para cumplir las promesas de la doctrina, serían los ejecutores de un plan divino que ordena el sacrificio de los puros y la destrucción de los impuros. Como muestran los atentados suicidas de los desesperados de la yihad esta interpretación no es totalmente falsa, pero es insuficiente y sobre todo corre el riesgo de ocultarnos lo esencial.

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