Teorizaba Antonio Gramsci que en las sociedades capitalistas avanzadas
se produce un cierto retraso histórico entre los acontecimientos
económicos y los políticos. Ese retraso se corresponde al período en que
instituciones, valores y costumbres sólidamente asentados permiten
amortiguar las contradicciones entre el orden político y la estructura
económica que le subyace, que deben mantener entre sí una serie de
coherencias funcionales imprescindibles para su continuidad.
Siguiendo este patrón histórico descrito por Gramsci, el brutal primer
impacto de la crisis económica de 2008 apenas produjo efectos políticos
sistémicos reseñables ni en los países centrales del capitalismo ni en
el sistema de relaciones internacionales. Pero la cronificación de la
crisis económica y sus padecimientos materiales, como consecuencia de
las drásticas políticas de austeridad impuestas para su gestión, han
terminado por desgastar fatalmente esos dispositivos de amortiguamiento,
y la crisis económica ha devenido también política.
2011 trajo
un primer aviso de desgaste de esos dispositivos con la propagación a
Europa, Estados Unidos y otros puntos del globo de las protestas
anti-oligárquicas del Norte de África y Oriente Medio, de composición
marcadamente juvenil, urbana y progresista. Pese a su significativa
extensión y predicamento, estas protestas fueron en general incapaces de
conmocionar las estructuras políticas estatales e internacionales del
centro atlántico capitalista. Pero, en 2016, una segunda oleada de
contestación, esta vez marcadamente adulta, rural o meso-urbana y
reaccionaria, sí ha logrado conmocionar esas estructuras, como
ejemplifican las sucesivas victorias del Brexit en Gran Bretaña y de
Trump en Estados Unidos.
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