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quinta-feira, 28 de dezembro de 2017

Al filo de la catástrofe

Teorizaba Antonio Gramsci que en las sociedades capitalistas avanzadas se produce un cierto retraso histórico entre los acontecimientos económicos y los políticos. Ese retraso se corresponde al período en que instituciones, valores y costumbres sólidamente asentados permiten amortiguar las contradicciones entre el orden político y la estructura económica que le subyace, que deben mantener entre sí una serie de coherencias funcionales imprescindibles para su continuidad.
Siguiendo este patrón histórico descrito por Gramsci, el brutal primer impacto de la crisis económica de 2008 apenas produjo efectos políticos sistémicos reseñables ni en los países centrales del capitalismo ni en el sistema de relaciones internacionales. Pero la cronificación de la crisis económica y sus padecimientos materiales, como consecuencia de las drásticas políticas de austeridad impuestas para su gestión, han terminado por desgastar fatalmente esos dispositivos de amortiguamiento, y la crisis económica ha devenido también política.
2011 trajo un primer aviso de desgaste de esos dispositivos con la propagación a Europa, Estados Unidos y otros puntos del globo de las protestas anti-oligárquicas del Norte de África y Oriente Medio, de composición marcadamente juvenil, urbana y progresista. Pese a su significativa extensión y predicamento, estas protestas fueron en general incapaces de conmocionar las estructuras políticas estatales e internacionales del centro atlántico capitalista. Pero, en 2016, una segunda oleada de contestación, esta vez marcadamente adulta, rural o meso-urbana y reaccionaria, sí ha logrado conmocionar esas estructuras, como ejemplifican las sucesivas victorias del Brexit en Gran Bretaña y de Trump en Estados Unidos.

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