Donald Trump, con total inconsciencia, acaba de avalar la política de
conquista y apartheid de los clerical-fascistas que gobiernan Israel.
Las consecuencias pueden ser inmensas. El aprendiz de brujo tomó su
decisión empujado por su yerno y su hija, judíos sionistas agresivos, y
por los sionistas cristianos representados por el vicepresidente Mike
Pence que le aseguran el apoyo de los evangelistas. Buscó también
satisfacer al lobby sionista de ese “territorio ocupado por Israel” que
es el Congreso de Estados Unidos.
Pero esa visión provinciana
del problema acaba con el papel de Estados Unidos de promotor y garante
de los Acuerdos de Camp Davis y de las negociaciones de paz para la
convivencia de dos Estados vecinos – Israel y un futuro Estado
Palestino- que dejaba la cuestión del status de Jerusalén para la
solución del conflicto y, mientras tanto, fijaba en Tel Aviv la capital
israelí y en Ramallah la palestina.
Las escasísimas esperanzas
en una mediación de Washington desaparecen, EEUU se sitúa abierta y
descaradamente como compañero de lucha de Israel y obliga a la acción y a
encontrar otros protectores a los palestinos, a los musulmanes de
China, India, Pakistán, Afghanistán, Indonesia, Filipinas, África,
Turquía e Irán, y a todos los árabes desde el Norte de África hasta la
península arábiga y el Cercano Oriente (incluyendo el 20 por ciento de
los ciudadanos israelíes que son árabes).
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