La primera tiene que ver con la irrelevancia –y nulidad histórica– de las reclamaciones de justicia. No hay probablemente ninguna otra causa en el mundo que concite un apoyo tan mayoritario a escala planetaria como la palestina.
No sólo en el mundo árabe y musulmán, donde se discrepa ásperamente
sobre Siria o Bahrein y, desde luego, sobre los malhadados y silenciados
saharauis, pero nunca sobre Palestina; no sólo en las regiones que
sufrieron la colonización y sufren ahora los rigores de la economía
global capitalista. También las poblaciones de Europa sienten en general
simpatía por los palestinos y horror por los desmanes de la ocupación
israelí. Es una simpatía transversal, no ideológica, que en España, más
que en ningún otro país de la UE, engloba a una mayoría abrumadora. Más
allá de las razones concretas en cada caso –religiosas, nacionalistas,
culturales u otras– esta cuasi unanimidad ilumina la desigualdad del mal
llamado “conflicto” y su vicio de raíz, así como la inclinación natural
de los seres humanos a defender siempre a los más débiles. El relato
bíblico de David y Goliat forja para siempre la estructura narrativa de
esta natural “alineación con el bien” de los humanos normales. La
relación de fuerzas entre Israel y Palestina es tan desigual, el
desprecio israelí por la vida de los palestinos –su bravuconería
goliatesca– es tan ofensiva para la sensibilidad que todos percibimos
como una incoherencia narrativa su dolorosa duración en el tiempo, sin
que una honda reparadora venga a poner fin a la injusticia.
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