Hay hombres que atraviesan los siglos y se inscriben en la eternidad,
pues personifican principios. Maximiliano Robespierre, el
incorruptible, el apóstol de los pobres, dedicó su existencia breve e
intensa a luchar por la libertad del género humano, por la igualdad de
derechos entre todos los ciudadanos, por la fraternidad entre todos los
pueblos del mundo, suscitando el odio feroz de los termidorianos y de
sus herederos que perdura hasta hoy. Fidel Castro, el otro nombre de la
dignidad, tomó las armas para reivindicar el derecho de su pueblo y de
todos los condenados de la tierra a elegir su propio destino, atizando
la aversión de las fuerzas retrógradas a través del planeta.
Patio trasero de Estados Unidos durante seis décadas, Cuba era
constantemente humillada en su aspiración a la soberanía. A pesar de las
tres guerras de independencia y los sacrificios del pueblo de José
Martí, héroe nacional y padre espiritual de Fidel Castro, la isla del
Caribe sufrió el yugo opresor del poderoso vecino, deseoso de asentar su
dominio en la región. Ocupada militarmente y luego transformada en
república neocolonial, Cuba vio a los gobiernos de la época obligados a
plegarse a las órdenes de Washington. El pueblo cubano, orgulloso y
valiente, soportaba afrenta tras afrenta. En 1920, el Presidente Woodrow
Wilson mandó al general Enoch H. Crowder a La Habana tras la crisis
política y financiera que golpeaba el país y ni se dignó a informar al
Presidente cubano Manuel García Menocal. Ése hizo partícipe de su
sorpresa a su homólogo estadounidense. La respuesta de Washington fue
humillante: “El Presidente de Estados Unidos no considera necesario
conseguir la autorización previa del Presidente de Cuba para mandar a un
representante especial”. Tal era la Cuba prerrevolucionaria.
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