No es sencillo escribir sobre el conflicto catalán
y sus consecuencias. La intensa aceleración de lo real en la que hemos
vivido en los últimos tres meses, la previsibilidad de nuevos
acontecimientos y la pléyade de análisis políticos y jurídicos (muy
raramente político-jurídicos) sobre el caso dificultan decir algo que
evite el riesgo de la cacofonía.
Tal vez por nuestro compromiso
desde hace lustros con los derechos humanos y la moderación del control
social, uno de los interrogantes que más nos ha interesado es el de cómo
responderían el Gobierno español y su bloque hegemónico en términos de
castigo.
Hoy ya tenemos buena parte de la respuesta. En un
contexto en el que la política ha tenido un papel muy secundario, la
respuesta estatal ha combinado momentos de intervención policial
aguerrida con la imputación de gravísimos delitos a dos docenas de
líderes catalanes –la mayor parte electos– y el procesamiento de cientos
de personas por sedicentes conductas de odio.
En el momento de escribir estas líneas, diez líderes políticos y sociales catalanes están o han pasado por prisión, y cinco más han buscado refugio en Bruselas.
Todo ello en el marco de la suspensión de los poderes autonómicos
catalanes, vehiculada mediante una interpretación probablemente
inconstitucional de una norma, el artículo 155, cuya legitimidad y sentido son hoy, cuarenta años de evolución federalizante del Estado después, altamente cuestionables.
La similitud de esta respuesta con lo sucedido en octubre de 1934
–componente militar aparte– evidencia que, al menos en el caso español,
Norbert Elias y toda la narrativa moderna del progreso parecen tener
escaso sentido. Frente a ello, la crisis del bloque histórico que ha
gobernado el modelo político del 78 se acomoda más bien a la famosa
frase de Gramsci sobre las consecuencias de las crisis políticas.
Sem comentários:
Enviar um comentário