Preguntarse acerca de la existencia del racismo institucional en
el contexto español es, en el mejor de los casos, ingenuo. De forma
similar a lo que ocurre en el resto de Europa, el asedio sobre los
sujetos migrantes, desplazados y minorizados no cesa de intensificarse.
La criminalización de la inmigración en situación irregular, la
institucionalización de los CIE, las redadas policiales basadas en
perfiles étnico-raciales, la política cada vez más restrictiva de asilo y
la vulneración sistemática del derecho a solicitar protección
internacional (especialmente en la frontera Sur con las devoluciones en
caliente), el incumplimiento gubernamental de las cuotas de acogida de
personas solicitantes a las que se había comprometido el estado español
desde 2016, las muertes por goteo de miles de personas en las puertas de
Europa sin que se activen medidas urgentes para evitarlas, la Ley de
Extranjería vigente, la exclusión sanitaria de inmigrantes en situación
irregular, la islamofobia y el antigitanismo presentes en las fuerzas
policiales, la desigualdad laboral que sufren los sujetos racializados o
el tratamiento mediático dominante del que son objeto, entre otros, son
ejemplos manifiestos de una práctica institucional persistente: la
marginación e inferiorización de los otros, sometidos ellos mismos a una
dinámica jerarquizante en la que también el «género» y la
«clase» tienen su incidencia específica, sin que ello justifique en lo
más mínimo la reducción del racismo a una forma de patriarcado o de
clasismoi.
Como fenómenos concomitantes y sobredeterminados, cada uno de estos
vectores de desigualdad agrava un fenómeno ya de por sí inaceptable y
que requiere, en términos analíticos, ser distinguido en sus
especificidades materiales. Pensar en esos entrelazamientos permite
ahondar en un régimen de dominación que ejerce sus presiones de forma
desigual según el sujeto del que se trate, más allá de la pregunta por
la simple disyuntiva sobre la existencia (o no) del racismo.
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