Arranca la campaña electoral de unos comicios atípicos que
reconfiguraran el sistema de partidos en Cataluña y las posteriores
hojas de ruta. La maquinaria electoral se pone en marcha de cara a un
21-D, donde la lógica que se impone es la de un doble plebiscito,
respecto al 155 y sobre la independencia. Unas elecciones como intento
de restauración o como profundización en la crisis del régimen del 78.
El gobierno español intenta, por todos los medios, que la convocatoria
del 21-D aparente una imposible normalidad democrática. Una convocatoria
electoral impuesta por Rajoy –previo cese del Govern y disolución del Parlament–,
con la aplicación de la suspensión del autogobierno en marcha, con
presos políticos y candidatos exiliados, y con la amenaza de la
continuidad del 155 -si vuelve a haber una mayoría independentista-.
La campaña arranca con miles de personas en las plazas de los
ayuntamientos de Cataluña como muestra de rechazo por la continuidad de
Junqueras, Forn y los Jordis en la prisión. La decisión del juez del
Tribunal Supremo es la de mantener cuatro encarcelados, uno de ERC, uno
del PDeCAT, uno de Omnium y uno de la ANC, por un supuesto riesgo de
reiteración delictiva, mientras que el resto de consejeros han sido
puestos en libertad bajo fianza y con otras medidas cautelares. Una
arbitrariedad judicial que no se entiende, si no es por una cuestión de
revancha del Estado, a la vez que para intentar incidir en la opinión
pública española y europea de que el movimiento independentista catalán
es violento. En este sentido, por un lado, el juez argumenta que la
prisión sin fianza es para prevenir la reiteración “de una explosión
violenta” y lo vincula directamente a lo que denomina “asedio” a la
consejería de Economía que se produjo en Barcelona el 20-S. Por otro
lado, desde algunos espacios, el intento de mostrar una cara agresiva y
violenta del independentismo viene de la mano de los deplorables hechos
publicados por Sociedad Civil Catalana, donde se simulaba el
ahorcamiento de votantes unionistas. Una criminalización del movimiento
independentista en general, que desde las grandes movilizaciones de 2012
hasta ahora siempre ha sido pacífico, y una estigmatización de la
izquierda independentista en particular, para intentar cambiar el relato
de la realidad que no es otro que el Estado ejerció una violencia
extrema para intentar impedir el referéndum del 1-O. Parece ser que todo
vale contra quien cuestiona, pacífica y democráticamente, la unidad del
Estado español. Todo ello en una continuación de la deriva autoritaria.
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