Nosotros, los sirios, aunque no podamos hablar, no podemos dejar de
hablar. Lo grotesco ha desafiado nuestras palabras, una y otra vez,
destruyéndolas. Y, en cada ocasión, sentimos que sólo un silencio eterno
podría proteger nuestra dignidad y honrar a los violados de entre
nosotros. Una y otra vez terminamos usando las palabras rotas que tantas
veces han sido dañadas. No podemos parar. Queremos que nuestras voces
se oigan, pero nunca se escuchan. Se han convertido en un ruido
monótono, que nadie percibe, como si fuéramos una máquina funcionando
entre bastidores, que sólo oyen quienes están en la escena pero que
nadie más escucha.
Aun así, hablamos, porque queremos ser
escuchados y vistos. Que sean conscientes de nuestra presencia. Que
digan que somos la escena activa. Lo grotesco son nuestros cuerpos
destrozados. Los cuerpos de nuestros hermanos, amigos y seres amados. Es
la escena hacia la que deben volverse las miradas y a la que los oídos
deben prestar atención. Y hablamos. ¿Cómo no vamos a hablar?
Sin
embargo, la experiencia de las palabras rotas es real y no puede
ignorarse. Si es que vamos a seguir hablando, tendríamos que componer
nuestras palabras o arriesgarnos a dañarlas aún más. Por ello, debemos
convertir nuestros discursos y textos en un refugio donde sanar nuestras
palabras; donde inventar otras nuevas y crear un silencio que sea capaz
de hablar. Un silencio creativo que preceda a las palabras y a los
significados, en el que las palabras sanen y nazcan de nuevo.
Nuestras palabras se ignoran, dejemos que nuestro silencio se escuche.
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