La Teoría de la Evolución de Darwin es increíblemente efectiva para
explicar el desarrollo de los fenómenos biológicos hasta en los diseños
más complejos de la naturaleza, como el ojo falso en la cola de un pez, o
las franjas estampadas en la piel de las cebras para confundir la
mirada de sus depredadores, etc. Su complejidad tiene un principio
extremadamente simple: no hay nada que hasta el más azaroso método de
prueba y error con algunos millones de ocurrencias no pueda corregir y
adaptar.
Antes de Darwin, Adam Smith había sentado las bases del
liberalismo económico según la cual cada individuo, al perseguir su
propio beneficio, inevitablemente conduce a un “equilibrio natural” y al
“bienestar general”. El éxito de los mercaderes parecía confirmarlo: a
lo largo de la historia, fueron ellos agentes relevantes, no sólo en el
intercambio de bienes sino también en el intercambio de cultura y de
conocimiento.
La exitosa (y maldita, para los creyentes de Noé)
Teoría de la Evolución de Darwin ha sido actualizada varias veces, por
ejemplo, para explicar el hecho de que un individuo se sacrifique en
beneficio del grupo o de la especie. Un pájaro que con su canto alerta a
sus iguales es presa fácil de un depredador, pero con su sacrificio el
individuo salva al grupo. Distintas particularidades intelectuales en
los seres humanos (como un estado de alerta patológico en algunas
personas) se pueden explicar como un perjuicio para el individuo en
beneficio para la especie, al menos en tiempos pasados.
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