En plena segunda Intifada, el embajador de España en Tel-Aviv invitó a
los corresponsales de la prensa española a comer en su residencia. El
diplomático acababa de llegar, y una invitación de este tipo es un
formalismo habitual. Avanzada la comida, los periodistas nos enfrascamos
en una discusión sobre si el muro que entonces Israel construía en
Cisjordania debía llamarse muro o valla. A lo largo de su
trazado, la barrera combina trayectos en los que toma la forma de un
gran muro de ocho metros de alto (más alto de lo que fue el muro de
Berlín) y otros en los que es una gran valla electrificada con una
amplia zona de seguridad a ambos lados. Llamar muro a la barrera,
que es como la llaman los palestinos, supone considerarla ilegal y
criticar su construcción del lado palestino de la Línea Verde, la
expropiación de tierras palestinas que acarreó y los movimientos
estratégicos unilaterales en términos de fronteras y asentamientos que
implica. Llamarla valla, que es como la califica Israel, equivale
a justificar su construcción por motivos de seguridad y dotarla por
tanto de legitimidad e incluso de legalidad bajo el argumento de la
defensa propia. En esa comida, los corresponsales españoles coincidimos
en llamar muro a la barrera. Los corresponsales israelíes castellanoparlantes, muchos de origen latinoamericano, formaban el bando de la valla. La conversación, una discusión en realidad, fue poco edificante, el embajador nos observaba estupefacto.
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