La balsa de la Medusa, 1819, óleo sobre lienzo de Théodore Géricault (Museo del Louvre, París). / Wikipedia
Hay muchas maneras de hablar del último naufragio frente a las costas de Libia, pero la mejor manera de hacerlo es no hablar, es hablar de
otra cosa. Decir, por ejemplo, como ha hecho la mayoría de periódicos e
informativos, que se trata de una de las mayores operaciones de rescate marítimo en el Mediterráneo, con más de catorce embarcaciones implicadas, entre ellas una fragata española,
y más de 2.300 vidas salvadas. Por desgracia, no se trata de una cifra
excepcional: la semana pasada casi 2.900 migrantes fueron rescatados por
guardacostas italianos y libios tras el naufragio de más de una docena
de lanchas neumáticas.
Hablar de los héroes y no de las víctimas,
hablar del coraje admirable de voluntarios y marinos, es una admirable
manera de no hablar de los muertos. Un escamoteo literario semejante al
de nombrar a Libia en lugar de nombrar a Italia, a Francia y a España,
la metonimia fantástica de señalar al Mediterráneo en lugar de señalar a
Europa, la ventaja de decir simplemente “Libia” en lugar de ponerse a
explicar el derrocamiento de Gadafi, promovido desde Occidente por Obama y Sarkozy,
y la interminable guerra civil que ha provocado docenas de miles de
muertos y cientos de miles de desplazados. Enumerar las pateras, las
lanchas y las barquichuelas en vez de enumerar los mercados, las plazas
donde hoy, ahora mismo, en la segunda década del siglo XXI, se están
vendiendo esclavos humanos. Subrayar el color de la piel, el desastre de
origen, las diversas catástrofes circunstanciales, los adjetivos
bélicos, geográficos, médicos y forenses.
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