En la calle Đồng Khởi de Saigón (la vía
Catinat de la colonia,
cuando la urbe aún no se llamaba Ciudad Hồ Chí Minh), paseaban los
franceses ricos con sus trajes blancos en los años de juventud de
Marguerite Duras; sentados en las terrazas del hotel Continental, bebían
champán y combatían el calor de los monzones con el lujo que la patria
colonial había puesto en sus manos de mercaderes. Ya aparecían gestos de
rebelión, pero apenas llegaban hasta allí: en febrero de 1930, se había
fundado, en Hong Kong, el Partido Comunista de Vietnam, que después,
por los nombres de la colonia, se llamaría Partido Comunista indochino, y
que, enseguida, padecería una feroz represión: en la cárcel de Saigón,
no muy lejos de la calle Catinat, los carceleros franceses torturaban a
los comunistas y los dejaban morir.
En ese año 1930, una jovencita
Marguerite Donnadieu, que después será Duras, paseaba en una limusina
con Léo, su extraño amante oriental, por el alejado barrio de Cholon, la
mayor concentración de chinos de toda la península de Indochina, cerca
de Saigón. Todavía quedan algunos recuerdos de ella, aunque más lejos,
en el delta del Mekong. A setenta kilómetros de Cần Thơ, la capital del
delta, se encuentra Sa Đéc, una tranquila población del Mekong que, en
los años de entreguerras, fue considerada la ciudad más hermosa de
Indochina. Aquí se estableció una base de los PBR (Patrol Boat River)
norteamericanos, aquellos grupos de asesinos del ejército
norteamericano que recorrían los brazos del gigantesco río ametrallando a
los campesinos durante los años tristes y siniestros de la guerra de
Vietnam. Aquí vivió Marguerite Duras, y es donde está la casa de su
amante chino.
La villa es una sencilla construcción con tres
arcos, un pórtico, y azulejos en el frontón. La entrada, con ornamentos
barrocos, dorados, evoca el perfume implacable de un tiempo perdido. La
casa fue comisaría de policía, y la hija del amante chino de Duras
consiguió, en 2007, que se convirtiera en un pequeño museo. La puerta,
con marquetería en nácar donde se ven plantas, y un pájaro; y la
entrada, con dos elegantes columnas negras, de madera, que enmarcan una
figura china que simboliza el orden, parecen esconder la soledad de un
amor compartido y tenaz que, sin embargo, nunca existió. En la sala de
entrada, la sutil cultura china hizo que las baldosas francesas se
dispusieran hundidas, formando una leve superficie cóncava para imaginar
el agua: simboliza que allí entraba mucho dinero. Presidiendo la
estancia, un cuadro en caracteres chinos, que explica que la casa es una
mezcla china y francesa.
Dentro, en la sala central, hay una
gran mesa, que también hacía las funciones de lecho y de fumadero de
opio. Tiene marqueterías de nácar formando murciélagos, que traen suerte
en la tradición china. A los lados, dos pequeñas habitaciones, que se
alquilan por cincuenta dólares para amantes del libro de Duras o
mitómanos del cine. Las camas tienen dosel, y, al lado, una mesita. Nada
más. También, al fondo de la sala central, una caja fuerte, negra,
arruinada. El padre del amante chino pasaba aquí horas, al lado de una
serpiente pitón, fumando opio, con los monos recorriendo los
alrededores, mientras su hijo paseaba a la jovencita Duras en la
confusión, la vitalidad y el desorden de Cholon, por el laberinto de
mercados, terrazas, carros de verduras y richshaws, de míseros anamitas y clubs nocturnos como La Cascade.
Ahora, en esa casa, cultivan la historia de amor de la que tantos
lectores se prendaron, sin reparar en la venta de la jovencita por su
madre. Detrás de la casa había un jardín, que ya no existe. Delante,
corre un brazo del Mekong, por donde baja un barco de nombre evocador, Cochinchina, con los ojos de Buda en la proa.