En el imaginario colectivo de gran parte del mundo la sociedad
norteamericana es la sociedad ideal. Según esa construcción más que
ideológica mitológica, una verdadera proeza de la industria cultural de
ese país, los Estados Unidos son una sociedad abierta, de intensa
movilidad social, pletórica de derechos, igualitaria, amante de la paz,
los derechos humanos, la justicia y la democracia. Una sociedad, además,
que se ha arrogado una misión supuestamente encomendada por la
Providencia para difundir por todo el mundo el mensaje mesiánico y
salvífico que redimiría a la humanidad de sus pecados y sus miserias.
Pero esa imagen nada tiene que ver con la realidad. Estados Unidos es
una sociedad profundamente desigual, en donde el diferencial de ingresos
y riquezas entre los más ricos y los más pobres asumió, en el último
cuarto de siglo, ribetes escandalosos y jamás vistos en su historia. Una
sociedad que a siglo y medio de la abolición de la esclavitud sigue
estigmatizando y persiguiendo a los afroamericanos con una virulencia
que, desde que uno de ellos, Barack Obama, asumió la presidencia de la
república no hizo sino crecer. Hacía décadas que policías blancos no
mataban a tantos negros en las calles de Estados Unidos. Una sociedad
que presume de ser democrática cuando los más brillantes intelectuales
de ese país no dudan en caracterizarla como una obscena plutocracia.
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