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quinta-feira, 9 de junho de 2016

Rusia da un paso más en la desconexión con Occidente ante el asedio militar y financiero

La dicotomía en la que siempre se ha movido Rusia, tanto antes como después de la URSS, se está exacerbando en las últimas semanas. Esa dicotomía, pro-occidentales (ellos se llaman a sí mismos “euroatlánticos”) frente a euroasiáticos (1) está resurgiendo con fuerza en lo que supone el último intento por parte de los primeros por condicionar la política del Kremlin.
Putin, un euroasiático convencido, ha estado intentando mantener un delicado equilibrio entre la oligarquía pro-occidental, a la que descabezó en el año 2000 al llegar la presidencia pero a la que también ha intentado controlar otorgándola importantes parcelas de poder en sus gobiernos (sobre todo poniendo en sus manos los ministerios económicos y el Banco Central), y la euroasiática. Los pro-occidentales defienden a capa y espada el neoliberalismo y la globalización occidental, mientras que los segundos proclaman un mayor distanciamiento respecto a un Occidente “cada vez más agresivo”.
La situación ha llegado a un punto en el que los pro-occidentales están viendo cómo la política agresiva de la OTAN y la combinación de las amenazas militares con las geo-financieras está reforzando el poder y la influencia de los euroasiáticos, ya de forma definitiva, por lo que han hecho un último movimiento muy arriesgado: intentar convencer a Putin, en la última reunión del Consejo Económico de Rusia, de que sólo haciendo concesiones geopolíticas será posible una buena sintonía con Occidente. Por supuesto que no lo dicen así, sino que lo enmascaran con un discurso económico en el que afirman que “Rusia se ha quedado atrás tecnológicamente” y que si se quiere revertir esa situación “hay que integrarse en las cadenas de producción internacionales para atraer la inversión”. Y dado que eso es hoy por hoy imposible debido a las sanciones unilaterales impuestas por Occidente a Rusia desde 2014, “hay que reducir las tensiones geopolíticas”. Es decir, que Rusia tiene que rendirse.
El problema es que una gran parte de Rusia, por no decir toda dado que los pro-occidentales son irrelevantes entre la población, ha llegado al convencimiento que haga lo que haga, cualquier acto de defensa en términos militares –ante la expansión de la OTAN- o económicos –en respuesta a las sanciones-, va a ser interpretado por Occidente como agresivo y ofensivo. La OTAN, es decir, EEUU y sus vasallos, no perdona a Rusia que tuviese que retirarse con el rabo entre las piernas de Georgia en 2008, ni que en 2014 Rusia apoyase a los antifascistas del Donbás que se oponían al golpe nazi del Maidán. Esta fue la excusa para las sanciones, que todavía se mantienen aunque cada vez hay más grietas entre los europeos para que se renueven. Por eso en la reunión el pasado mes de mayo del conocido como G-7 (supuestamente los países más industrializados del mundo, pero curiosamente no está China en él y Rusia fue excluida del mismo hace dos años) se insiste mantenerlas para evitar la disidencia dentro de la UE. Un dato: el presidente de Ucrania, el filonazi Poroshenko, acaba de nombrar asesor presidencial al antiguo secretario general de la OTAN Anders Fogh Rasmussen, quien nunca ocultó su simpatía por el golpe fascista del Maidán.

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